El trajinado asunto de las tarifas de energía eléctrica y gas tiene diversos aspectos desde los cuales se puede abordar; así lo hacen a diario especialistas en distintas disciplinas. Uno de los costados interesantes del problema parece tener que ver con la cultura económica de una parte importante de la sociedad. Es lo que algunos autores llaman la cultura de la gratuidad, la creencia de que los bienes y servicios que consumimos no tienen costos, que pueden ser provistos gratuitamente.
Juan Carlos de Pablo, quien lleva décadas enseñando economía inculcando los principios esenciales de una disciplina que cualquier persona con voluntad puede aprender, repite: “No hay de todo para todos gratis”. Esto es el principio de la escasez. Los recursos económicos son limitados, nuestras necesidades no, crecen constantemente. Mucha gente se resiste a aceptar esta limitación y así han acuñado expresiones erróneas o falaces: “¡Cómo puede ser que en un país tan rico haya tanta gente pobre!” En esa expresión subyace la idea que la riqueza está ahí al alcance de la mano; sólo es cuestión de tomarla. Este aspecto ha sido bien descripto por Juan José Llach, quien la llamó “la economía del realismo mágico”. Esa “magia” es la creencia de que la riqueza se genera en algún lugar fuera de la sociedad, que no es el resultado de lo que todos nosotros hacemos cotidianamente.
Lamentablemente debemos reconocer que en ese hacer en sociedad, en común, no somos demasiado eficientes. Nuestra productividad es muy baja, nuestro ahorro también y, en consecuencia, invertimos poco y muchas veces mal. La Argentina no es un país rico. Nuestro producto e ingreso por habitante está muy lejos de los países verdaderamente desarrollados. Además nos hemos acostumbrado a vivir por encima de nuestra capacidad, nos endeudamos, vivimos de prestado y no pocas veces saqueándonos unos a otros. Estas reflexiones son necesarias para comprender lo que ha ocurrido y ocurre con la provisión de energía eléctrica y de gas.
Debemos recordar que a finales del siglo pasado nuestro país no sólo había alcanzado el autoabastecimiento energético sino que exportábamos gas a Chile. El problema comenzó en 2002, cuando el gobierno de Duhalde devaluó, pesificó los depósitos en dólares (en realidad una confiscación) de los ahorristas; a los deudores de dólares se los convirtió en pesos devaluados. Como consecuencia de todas estas medidas fueron congeladas las tarifas de los servicios públicos concesionados o privatizados. Energía eléctrica, gas, agua, transporte urbano de pasajeros quedaron fijos, incumpliendo los contratos que el propio Estado había firmado y muchas empresas abandonaron el país. Sin tarifas y precios compensatorios no hubo inversión. La producción de gas -sobre todo- cayó, lo mismo la de petróleo; el país pasó de exportador a importador de energía, gas en especial, a precios cada vez mayores. A su vez para que la producción nacional pudiera mantenerse, el Estado nacional tuvo que dar subsidios crecientes a las empresas. Decenas de miles de millones de dólares se fueron en subsidios e importaciones. En torno a esta operatoria floreció una escandalosa corrupción. Debe recordarse que en varias provincias donde la energía es provista por empresas públicas o concesionadas la tarifa subió. Lo mismo ocurrió con el agua y el transporte de pasajeros. Éste es el caso de Mendoza.
Con energía y gas cada vez más baratos el consumo creció. Lo que no se pagaba en la factura se destinaba a adquirir artefactos que consumían cada vez más. El atraso tarifario, sobre todo para el área metropolitana de Buenos Aires, adquirió proporciones insólitas e insostenibles. Debemos comprender que este estado de cosas debe ser modificado. Requiere de la prudencia y la pericia de los gobernantes. Lo que es seguro es que no son los jueces quienes pueden resolver el enorme problema que la demagogia populista creó.