Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
La democracia que comenzó con Alfonsín tuvo como objetivo el autogobierno, vale decir, un sistema donde son más importantes los dirigidos que los dirigentes y donde, quizá por primera vez en la historia nacional, los protagonistas principales no son ni los héroes fundadores, ni los líderes refundacionales, ni las elites dirigentes ni siquiera las masas movilizadas, sino el auténtico sujeto de las democracias republicanas: el ciudadano. Ese que Alfonsín despertó de sucesivos olvidos al recitar un librito republicano del siglo XIX leído con el espíritu de la democracia popular y universal del siglo XX: la Constitución Nacional.
Autogobierno quiere decir que los ciudadanos somos más responsables de lo que nos pasa que los gobernantes, ya que éstos son apenas el efecto de nuestro modo de ser, no el resultado de una imposición externa como lo fuera tantas veces antes.
En otras palabras, el único “relato” exitoso fue la Constitución Nacional, donde se contemplan los grandes temas que nos unen pero también hay posibilidades para todas las diferencias. Los demás relatos que luego aparecieron fueron meros intentos de poner a la facción por encima del país. No nos movilizaron hacia adelante sino que nos empujaron hacia atrás. Hasta llegar al gobierno K donde realidad y relato se identificaron como la misma cosa, como si la puesta en escena fuera la vida misma.
En ese sentido, que Cambiemos no haya adoptado ningún relato que lo identificara, es un mérito. Es bueno el empate de fuerzas, que lo obliga al gradualismo, a la negociación constante, a definirse como una transición, careciendo de ínfulas refundacionales. Lo criticado como principales debilidades de la actual gestión quizá sean sus principales fortalezas.
Es mejor tener un gobierno light en cuanto a la interpretación de sí mismo que alguien que haga revivir las pugnas del ayer en el presente. Porque todo relato, excepto el constitucional, en la Argentina deviene una versión del corporativismo, el gran mal que está en el fondo de nuestra enfermedad.
Al corporativismo lo podemos definir como la representación institucional de la facción. El modo en que las instituciones del poder como la clase empresaria, la clase sindical y la clase política desguazan el país a fin de apropiárselo solo para ellos. Y si no se lucha contra el corporativismo, ningún proyecto político tendrá destino.
El gobierno actual, tal vez porque no le quedó otro remedio, para evitar que las corporaciones le impidieran gobernar, decidió no competir contra esos pasados tan fuertes y dejar abierto el terreno del relato para que cada uno se hiciese el que quisiera. Y cuando el autogobierno de los ciudadanos es más importante que el gobierno de las élites porque ellas no pueden imponer ningún relato hegemónico, en los hechos se están conformando imperceptiblemente las bases, si no para que aún aparezca un nuevo sistema, al menos para que desaparezca el anterior. Ese que llegó a su máxima expresión en el año 2007, cuando se pergeñó el pacto Kirchner-Cobos. Que si hubiera tenido éxito habría consolidado el régimen de hegemonía peronista con acompañamiento radical al modo de comparsa.
Hoy las posibilidades de forjar algo nuevo tienen una pata en la existencia de un gobierno ni radical ni peronista (aunque tenga algo de peronista y bastante de radical, lo cual es inevitable si queremos evitar las pretenciosas pero inútiles refundaciones) que llegó a la Casa Rosada sin fraude, dictadura ni proscripción. Una novedad histórica que si es capaz de crear una pata opositora con el mismo espíritu antihegemónico, constituirá un nuevo sistema.
Ello será posible si no se impone el retorno al pasado de los opositores que quieren equiparar a Macri con De la Rúa o Videla. Pero si tampoco se impone el intento de los oficialistas que quieren hacer del macrismo un relato hegemónico antiperonista. De lo que se trata, reiteramos, es de un país donde más que un relato oficial, exista un espacio donde cada ciudadano o sector pueda construir el suyo.
Cuando los hombres quieren ser dioses. El mundo del relato en la gestión K fue el de la pretensión épica sin correlato con la realidad. Un mundo donde desaparecieron las víctimas para transformarse en héroes. Donde se intentó carnalizar a los demonios del pasado en figuras del presente (Macri, basura...). Donde la revolución se teatralizó. Donde intelectuales y ex-políticos de la tercera edad en vez de devenir consejeros de los más jóvenes, intentaron vivir una segunda juventud buceando reencarnaciones en los pasados muertos. Un tiempo de monumentos, culto a la personalidad, fiestas conmemorativas del poder, cadenas nacionales, excitación permanente, banderas y colores fuertes, guerras santas, sujetos mediáticos, socialismo del siglo XXI. Donde todo se leía con palabras como adoctrinamiento, herejías, inquisidores, leales y traidores, cipayos, patria y antipatria. Donde no importan las personas de carne y hueso sino lo que representan. Donde, en el colmo del sectarismo discriminador, hasta hay desaparecidos de primera y de segunda.
De regreso al mundo de los hombres. Por el contrario, un país sin grandes relatos ni hegemonías es aquel donde se puedan volver a discutir las cosas cotidianas fuera del Olimpo de los dioses. Por ejemplo, cómo hacer funcionar el Estado, concursar los cargos, recuperar el sentido del mérito o de la meritocracia, que para el relato es una palabra de derechas. Aplicar las evaluaciones que según algunos es la invasión del poder regulador sobre las conciencias libres (?). Creer que la relación entre educación y trabajo es posible y necesaria, contra los que dicen que practicar pasantías estudiantiles es ofrecer mano de obra barata al imperialismo opresor para esclavizar a nuestro pueblo (es increíble que gente inteligente todavía se aferre a estas antiguallas estériles).
Un país donde las palabras mérito, competencia, equidad, república, orden o autoridad no sean arrojadas al basurero de la historia. Y donde otras palabras como derechos humanos o garantismo no sean apropiadas solo por un sector. Porque todas ellas son palabras que nos pertenecen a todos. O deberían serlo.
Un país donde la autonomía y la objetividad no sean declaradas imposibles por los que creen que todo es política y por lo tanto no puede existir ni siquiera la mera pretensión de acceder a la verdad.
Claro que la política es central para gobernar una sociedad, pero más allá de ella hay ciencia sin partido, hay datos indiscutibles (no todo es el Indec de Moreno o el índice de pobreza alemán de Cristina Kirchner y Aníbal Fernández).
En pocas palabras, un país donde la posverdad, o sea la mentira con nombre posmoderno, no sea superior a la simple verdad.
De lo que se trata es de normalizar el debate. Recuperar el poder de las palabras como herramientas de diálogo y no como cascotes. Tareas simples del autogobierno de los hombres comunes, no del gobierno de los falsos dioses.