La gente tira perros a los trenes. Es lo que cuentan los ferroviarios de Palmira: dos por tres abren un vagón y se encuentran con que alguien, en algún punto de los miles de kilómetros que recorre la formación, revoleó ahí adentro un cachorrito. "Todas las semanas hacemos una colecta para comprarles alimento", informa el tallerista Jorge "Pájaro" Gómez, que lleva más de tres décadas de servicio. En el área de reparaciones, los trabajadores han adoptado a unos treinta animales que andan de aquí para allá. Y más de uno les llegó por los rieles.
La charla con Los Andes transcurre entre martillazos y máquinas en el predio de Belgrano Cargas, situado en el este provincial. El azul de los overoles destaca entre los tonos ocres del hierro que habrá que arreglar; y las manos de los obreros –enormes, casi de caricatura- contrastan en cierto modo con la calidez de sus historias.
Son tipos duros. "La pieza más liviana que vas a encontrar acá pesa treinta kilos –sigue Gómez, un moreno con cuello de buey, mientras abre la palma y exhibe una tuerca del tamaño de una oreja–. Mirá lo que es esto. Nosotros no nos damos cuenta de la dimensión de las cosas hasta que salimos del taller".
Alrededor todo parece fuera de escala. Los carros pesan veinte toneladas, las locomotoras tienen más de 2.500 caballos de fuerza. El mes pasado, la empresa que controla los tres ramales más importantes del país –la estatal Trenes Argentinos– transportó más de 600 millones de kilogramos de mercadería. Ante esas magnitudes, el humano se vuelve un ser humilde y a la vez lleno de orgullo.
La escala también afecta al lenguaje. Dependiendo de la finalidad, los vagones tienen denominaciones especiales. Donde un bisoño ve simples carros, ellos ven "un 54", "un 49", "un 73", "un 16".
–Pero aparte los ferroviarios tenemos una forma de hablar -dispara uno. Se reserva aquí su nombre por lo que dirá dos líneas más abajo.
–¿Se refiere a una forma "técnica"? -pregunta el cronista.
–No. Si queremos apurar al otro le decimos, un ejemplo, "¡Pero daaale, gorreado!". Eso les choca a los de afuera, aunque es muy nuestro. Es un lenguaje que queda acá en el taller. ¡Cuando volvemos a casa tenemos que cambiar el vocabulario para evitar problemas!
De brujas y lagunas
Las formaciones de Palmira operan entre Mendoza y Buenos Aires. "De nuestra zona sale carbón, piedra caliza y ripio", enumera Ariel Moris, coordinador del taller. Siempre circulan leyendas sobre lo que ocurre en el camino a la Capital. El trayecto dura unos dos días, con momentos en que se surca el campo abierto, muchas veces a deshora. Si el maquinista estira la mano, puede tocar el yuyerío de la noche: hasta se habla de brujas y apariciones.
Pero nadie certifica esos mitos. Lo que sí hay son accidentes. "Los sistemas de descarga, que están debajo de los vagones, se rompen seguido. Cuando hay descarrilamientos, es lo primero que pega contra el piso", informa desde su metro noventa el oficial Pedro Campana.
El círculo de veteranos que se forma es una oportunidad para sacarse dudas de la infancia. ¿Es verdad que las monedas se achatan si uno las pone sobre el riel y pasa el tren? Sí. ¿Y puede andar un tren si el terreno está inundado? Sí. "De hecho hemos cruzado la laguna La Picasa, en la frontera de Buenos Aires con Santa Fe, marchando sobre un metro de agua", apuntan los especialistas.
– Pero vení, ponete esto –interviene el "Chiqui" Moyano, y le pasa al cronista dos guantes todavía tibios-. A ver si podés pechar ahí–. Enfrente hay un eje con dos ruedas. Peso: dos toneladas. Uno empuja con toda su fuerza pero el cacharro apenas se mueve. Está claro que el trabajo puede hacerse únicamente en equipo.
Hombres felices
Casi todos se refieren al gremio como "una familia". El padre del grandote Campana era ferroviario, después ingresó él y ahora su hijo también es parte del taller. Otro tanto ocurre con sus colegas. En el caso del delegado sindical Daniel Alfaro, la tradición se remonta hasta su abuelo.
Hoy reparan los vagones 78 personas, que asisten de lunes a viernes entre las 6 y las 15. Las locomotoras, en cambio, se arreglan en la Ciudad de Mendoza. "Es un montón de trabajo –apunta Alfaro- y se necesitaría más gente".
Los sueldos, aseguran, no son tan malos. Pasa que en el mundo ferroviario hay gremios potentes, como La Fraternidad y la Unión Ferroviaria. "Igual, no sé si notarás que estamos hechos mierda", bromea Gómez, arrancando carcajadas de sus compañeros "Chucho" Suárez y Miguel Cailor. Un pichicho se despierta de su siesta y los mira.
Si la semana transcurre sin complicaciones, los viernes a media mañana los muchachos se arman un asadito. "Y dejame que te agregue una cosa –cierra Alfaro–. Acá, después de más de treinta años que tienen como ferroviarios la mayoría de los que te hablaron, nosotros podemos decirte que hemos sido hombres felices". Los colegas lo escuchan en silencio, mirando en paralelo hacia el horizonte. En el parco idioma de los rieles, eso significa que sí, que están de acuerdo.
Robos: del Far West a la Argentina del siglo XXI
Los ferroviarios dicen que los robos a los trenes son más comunes de lo que se cree. A veces, al pasar por Luján de Cuyo o Maipú, aparecen individuos que se llevan kilos y kilos de carbón aprovechando que en determinados tramos la marcha es lenta. "Hubo una época en que nos abrían los rieles y directamente descarrilábamos", recuerda Ariel Moris, coordinador del taller.
Cuando el transporte a Buenos Aires atraviesa el conurbano rosarino, la cosa se pone todavía más espesa. Hay un segmento en el que el tren anda a 20 o 30 kilómetros. Dado que a esa altura hay vagones llenos de cereal –un material más caro que el carbón- los saqueadores se vuelven creativos. Ponen nylon negro a ambos costados de la vía y luego rompen las compuertas de descarga. El tren sigue avanzando, pero desborda cereal por los costados. De esta manera los amigos de lo ajeno se embolsan "lo recaudado"; más tarde venden su cosecha. Y los vagones rotos vuelven a Palmira para que los obreros –como Sísifos modernos- vuelvan a repararlos entre chistes, sudor y palabrotas.