Tacones no tan lejanos

La prostitución, dicen, es el “oficio más antiguo del mundo”. Aquí repasamos la historia de su legislación en el país y en Mendoza.

Tacones no tan lejanos
Tacones no tan lejanos

Podríamos decir que desde que existe la humanidad la prostitución la acompaña. En la Antigua Grecia su práctica tomó ribetes religiosos. En los templos consagrados a Afrodita habitaban las hieródulas, mujeres que se prostituían aportando las ganancias al culto de la diosa.

Pero no eran las únicas, también lo hacían hombres jóvenes y las pornai, palabra que en griego significa “vendida” y designaba a las esclavas de los “proxenetas”. Se trataba de un negocio legal, sujeto incluso al pago de impuestos.

Aún dentro del mundo clásico, la prostitución en Roma –tanto femenina como masculina– fue percibida como una profesión necesaria. De todos modos, bajo el imperio de Augusto se estableció que las meretrices no podían casarse ni recibir, o dejar, herencia. Si bien existían burdeles, los actos sexuales podían practicarse en la calle. Los arcos (fornices) de los edificios públicos, eran con frecuencia elegidos para este tipo de encuentros: de allí proviene el término “fornicar”.

Muchos siglos después, en diversos países, la arcaica carrera seguía siendo contemplada dentro de la legalidad. El arte francés, desde mediados del siglo XIX, reflejó durante décadas su evolución. Manet, Degas y principalmente Toulouse-Lautrec, entre tantos, mostraron la cotidianidad del submundo, aquellos grises que la sociedad prefiere ocultar. En tiempos de Napoleón III, se establecieron leyes para regular la prostitución. Las trabajadoras sexuales debían registrarse en dependencias policiales, desempeñar su labor solo en un prostíbulo y pagar a la municipalidad.

Mensualmente debían presentarse para una revisión médica, en condiciones denigrantes: se las obligaba a hacer fila exponiendo sus genitales.  
La mala vida

Eusebio Gómez (1883-1954),  criminalista, jurista, juez y profesor de derecho argentino, publicó en 1908 “La mala vida en Buenos Aires”, texto en el que realiza un análisis de la prostitución, considerándola un equivalente de la criminalidad entre las mujeres. Gómez respondía a las inquietudes de la época, cuando se discutía si esta forma de vida tenía que marginalizarse entre las fojas delictivas o podía seguir dentro de los parámetros legales.

Explicaba que “… las opiniones de los sociólogos y de los higienistas no han llegado a uniformarse acerca del problema relativo a la conveniencia o inconveniencia de reglamentar la prostitución, pues, en tanto que algunos sostienen que esa reglamentación es imprescindible en homenaje a la moral de los pueblos y a la salud física de los ciudadanos, otros piensan que los Estados que toleran a la prostitución, dándole formas legales, no hacen otra cosa que soportar que la corrupción y el desarreglo penetren en su cuerpo como un veneno sutil. Cualquiera sea la solución a que se arribe, es lo cierto que la prostitución reglamentada no ha producido, en el hecho, los resultados que se tuvieron en vista al instituirla, habiendo fomentado, por el contrario, el desarrollo de la clandestinidad en el ejercicio del vil tráfico”.

El especialista consideraba algo negativo la reglamentación legal del meretricio, ya que sólo había servido para impulsar su flanco ilegal. Así, en 1907 el total de las prostitutas inscriptas en Buenos Aires era de 945, suma totalmente irrisoria. Dentro de la clandestinidad en esta profesión ubicaba a las actrices, “mujeres de cierto género de arte –especifica–, para quienes el escenario no es otra cosa que el escaparate donde se colocan para ofrecerse al público, y desde el cual exhiben sus gracias con la naturalidad propia de su oficio y con las licencias que les otorga el ambiente que las rodea”.

Gómez hizo suyos los paradigmas de la época que colocaban a Cesare Lombroso como faro. Según ambos, las prostitutas, en su mayoría, poseían “locura moral”, siendo consideradas “prostitutas natas –señala–, por encontrar en ellas no sólo el síntoma apuntado, sino también la ausencia de sentimientos maternales, la tendencia al delito, especialmente al robo, la pasión por los licores, la avaricia, que llega a lo insaciable, y la falta más completa de pudor”. Se consideraba que esta condición, generalmente, era hereditaria y que la repugnancia que terminaban sintiendo por los hombres las llevaba al lesbianismo.

Además, para el autor argentino existía la “prostituta criolla”. Según sus palabras, la peor, ya que no se entregaba por dinero, sino por pasión.

En el Buenos Aires de entonces, la mayoría de los burdeles pertenecían a extranjeras y eran atendidos por compatriotas de dichas madamas. En su interior se hablaba la lengua de origen, aprendiendo algunas frases de castellano para comunicarse con los clientes locales.

“Sólo el portero suele, en los casos más felices, conocer nuestro idioma a fondo, y especialmente el bien abundante vocabulario de insultos que él contiene, y que estos personajes hacen rodar por los aires, escondidos detrás de algún reducto, a la menor impertinencia del extraño” (Veyga).

Prostitución en Mendoza

En la Mendoza de entonces, la prostitución era considerada "un mal necesario", ya que evitaba la concreción de "peores males". Así en la edición del 5 de setiembre de 1885 leemos en Los Andes: "Todos los pueblos civilizados de la Tierra han adoptado serias medidas para mantener bajo la vigilancia de la autoridad esos templos del vicio, donde la mujer se convierte en mercadería, para recibir en cambio el precio de su infamia".

De hecho, Francia, Alemania, Italia, Bélgica y gran parte de Europa habían reglamentado este trabajo y la Cámara de los Lores había ido más allá, combatiendo la explotación sexual de menores. Este punto preocupaba a los mendocinos de manera especial.

Siguiendo esta tendencia mundial, la Municipalidad de Mendoza estableció un Reglamento para las Casas de Tolerancia, en octubre de 1885. El mismo lleva la firma del doctor Luis Lagomaggiore. Según la ordenanza, los burdeles debían inscribirse en la Secretaría municipal, constando el nombre de las trabajadoras sexuales y la ubicación del local, además de un certificado médico “por el cual conste que en el día de la presentación todas las mujeres se encuentren perfectamente sanas de enfermedades venéreas o sifilíticas y por separado una carta del médico de la matrícula haciendo constar que en adelante será él quien asista en la casa”.

Estos establecimientos debían estar ubicados al menos a dos cuadras de instituciones educativas, templos o teatros. Debían tener constantemente cerradas tanto puertas como ventanas y carecer de todo distintivo. Quedaba totalmente prohibida la prostitución de menores, así como recibir a clientes menores de 15 años.

Aquellas mujeres que fueran descubiertas comercializando su cuerpo clandestinamente eran arrestadas y cumplían su pena en el hospital, espacio que actuaba como principal cárcel femenina en Mendoza a fines del siglo XIX.

La prostitución es tan antigua como el mundo, por esto mismo alguien afirmó que no tiene historia. Pero sí la tiene, y se funde con la de las sociedades que desde el más remoto pasado buscaron ocultarla y sancionarla de manera hipócrita.

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