La experiencia que nos dejó a mí y a mi esposa Adela el sismo de 1985 fue de sufrimiento, sentimos física y espiritualmente un gran dolor. Y fue así porque vivimos un estado de confusión desde el momento que ocurrió la tragedia, algo que nadie te relató, sino que fue un suceso de la vida real capaz de infundirnos pánico.
A nosotros nos golpeó con fuerza porque teníamos un bebé de sólo 2 años y meses. El escenario fue la cocina comedor. Era la medianoche, o minutos después, cuando se produjo el terremoto. Yo estaba sentado, comenzando a cenar y recién llegado del trabajo en Deportes del diario Los Andes.
Mi hijo recién se afirmaba caminando y estaba cerca de mí. Mi esposa se encontraba a pocos metros en la cocina. De pronto, el caos y el estruendo que sonaba desde abajo de la tierra, las luces que se apagaron y nos sumieron en una oscuridad que hizo más cruel los sonidos que se escuchaban. Adela dio un grito: ”¡Ángel, el nene, el nene! ¿Dónde está?” Inconscientemente le contesté. “Acá está, al lado mío”. Y sí, gracias a Dios cuando lo busqué estaba junto a mí.
Entonces explotó el pánico, un miedo infinito nos impregnó. Un terremoto es un fenómeno que no te da ningún indicio de lo que va a ocurrir. Nadie está preparado para tomar precauciones ante semejante hecho.
Nuestra casa está en Villa Marini, Godoy Cruz, donde el sismo alcanzó su máximo poder y fue el epicentro, allí donde la conmoción alcanzó la máxima intensidad. Por ser mendocino, uno sabe que las ondas sísmicas tienen movimientos que se reparten en todas direcciones ante las vibraciones producidas desde el epicentro y que también sobrevienen las réplicas.
Pero uno como padre y esposo saca de donde pueda valor y serenidad ante la situación que se vive, para tranquilizar al ser querido que está aterrorizado. Se trata de pensar y actuar con calma. Pero inicialmente fue imposible actuar con tranquilidad; toda la gente que sufría estaba superada por el miedo.
Recuerdo que apenas pasó el terremoto fuimos corriendo hasta el fondo de la casa, al aire libre, para defendernos de cualquier otro sismo. Abrazados los tres, esperábamos angustiados, sin saber qué había pasado con la vivienda, pensando ¿qué será de nosotros?
El tiempo iba pasando lenta y angustiosamente. Después llegaron mis amigos Jorge Armando Silva y Víctor Seña, dirigentes de Deportivo Maipú y Andes Talleres respectivamente. Más tarde lo hizo mi hermano mayor Osvaldo. Todos, muy preocupados, nos ofrecieron su respaldo anímico y nos ofrecieron que fuéramos a sus casas. Con mi esposa les agradecimos pero contestamos que nos quedaríamos para cuidar lo nuestro.
La claridad del amanecer nos mostró la triste escenografía que nos rodeaba. La casa era mixta pero en buen estado, con un 60 por ciento de adobe y el frente de material. Todo lo de adobe se derrumbó y en la habitación donde dormía nuestro hijo Roberto, una mole de material cubría su cama. Si Roberto no hubiese tenido la costumbre de irse a dormir tarde, con nosotros, el drama hubiese sido desgarrador.
Lo demás que vino fue duro. Año y medio viviendo en el garaje y con un baño semidestruido. Pero había que levantarse y reconstruir todo: la vida y la casa. Con Adela pusimos todo para ponernos de pie junto a Roberto. La solidaridad nos ayudó mucho, desde el Plan Sismo que lanzó el Banco Hipotecario Nacional, la ayuda de la Municipalidad de Godoy Cruz y también el brazo extendido del Sindicato de Prensa.
Al rememorar esta triste experiencia se me hace un nudo en la garganta, me dan ganas de llorar al revivir esa pesadilla, que afectó también a miles de mendocinos y tuvo su costo en vidas humanas.