A la revolución la está haciendo un virus. No se incubó en fábricas ni en barricadas, sino en murciélagos. No se expande a través de la conciencia de clase, sino del contagio. No la impone una “vanguardia esclarecida”, sino un microorganismo sin ideología ni intereses. Ni siquiera intencionalidad tiene el protagonista de la transformación en marcha.
Aún no se sabe qué revolución es la del virus. Pero utilizarlo para imponer visiones ideológicas es políticamente indigno. Lo crucial es gestionar las transformaciones desde valores humanistas. Ideologizarlas es la manganeta de oportunistas que, con impronta hegeliana, se consideran instrumentos de la historia.
Con similar indignidad política actúan quienes describen las cuarentenas como si fueran Gulags y el subsidio estatal como si se trataran de la colectivización forzosa.
Unos por su histérico egoísmo social y otros porque, resignados a que las “revoluciones” ideológicas terminan en dictaduras que fracasan en la creación de riqueza y bienestar, intentan que un virus les permita imponer lo que las sociedades rechazan en las plataformas partidarias.
Cuestionar ese oportunismo no implica rechazar cambios profundos, que esos cambios deberían ir en sentido de la equidad social y que en el diseño de esa nueva realidad debe tener centralidad “lo público”.
Las transformaciones que intentan secuestrar los ideologismos y los poderes concentrados existentes, parecen repeler tanto al “No-Estado” de la ortodoxia libremercadista como al Estado como estructura jerárquico-administrativa que postulan las izquierdas y derechas estatistas.
Por los problemas de burocratización, inutilidad, politización y corrupción inherentes al Estado, para diseñar la nueva realidad se impone hablar de “lo público”, no de “lo estatal”.
La diputada Fernanda Vallejo propuso que, a cambio de la asistencia estatal a empresas privadas, el Estado se quede con acciones de esas compañías.
Hubo duras reacciones contra la idea. En muchos casos, fueron reacciones tan ideologizadas como la legisladora kirchnerista. Algunos de los que deploraron la propuesta verían con normalidad que los bancos privados se queden con acciones y asientos en los directorios de empresas a las que hayan dado asistencia financiera, sin embargo se escandalizan si se los queda el Estado.
El problema es que la idea planteada por Vallejo no hace referencia a un nuevo concepto de “lo público”, sino al existente Estado burocrático, corrompido y colonizado por dirigencias políticas.
El gobierno de Cristina Kirchner incrementó la burocracia, la inoperancia, la corrupción y la colonización del Estado. Su opaco sucesor, Mauricio Macri, se limitó a endeudarlo sin mejorarlo.
Ese aparato ineficaz y elefantiásico no sería el verdadero poseedor de las acciones de las empresas, sino la dirigencia que se considera “vanguardia esclarecida” y usa al Estado como si fuera propiedad de su facción política.
El Estado argentino no se inspira precisamente en el modelo escandinavo o en el neozelandés. En modo alguno es una estructura adecuada para representar “lo público” porque carece de una conducción con ética y profesionalismo. No está manejado por expertos que delegan funciones en personas honestas, idóneas y capacitadas.
En Argentina, como en buena parte de los países latinoamericanos y del resto del mundo, las dirigencias partidarias no reparten cargos entre los más competentes e intachables, sino entre los más afines y leales, convirtiendo la administración pública en una fábrica de empleo y de financiación de militancia y acción política.
Por otro lado, considerar que el Estado está “asistiendo a las empresas” es menos exacto que considerar que está sosteniendo puestos de trabajo y nivel de consumo. Y no lo hace con riqueza genuina, sino con emisión monetaria.
Sólo el Estado puede emitir moneda, aún cuando ésta no tenga respaldo. Eso se está haciendo. Y en buena hora porque, si no, las consecuencias serían todavía peores. Pero no es lo mismo fabricar billetes que crear riqueza. El Estado emite moneda. Valerse de esa potestad para adueñarse de las empresas carecería de ética y de lógica. Sin embargo, el gobierno que decidió cajonear la idea, no se atrevió a cuestionarla.
La centralidad de “lo público” implica la superación de “lo estatal”. Es necesario crear nuevas categorías para gestionar “lo común”. Instancias inmunizadas contra la burocratización, la corrupción y la ineficiencia.
En el marco de “lo público”, el impuesto a la riqueza que impulsa el oficialismo sólo resultaría lógico y razonable, pero en el marco de “lo estatal” genera polémicas que devienen de las falencias del Estado existente.
El Estado que el kirchnerismo quiere en directorios de empresas privadas está colonizado por el gobierno de turno y al servicio del interés partidario. Por eso la concepción vigente del Estado es tan inútil como su contracara ideológica, el “No-Estado” neoliberal, para ocupar el lugar de “lo público” en la nueva realidad.