- El problema es que nunca me tocás.
- Pero compartimos otras cosas.
Te escupí mi verdad como si estuviera a punto de vomitar. Creo que lo estaba. Vos me respondiste con ese tono neutro, sin emoción, que el último tiempo me sacaba.
Pero compartimos otras cosas, te encantaba decir como señal de victoria en la batalla perdida de expresarte mi disconformidad. Después te llamabas a silencio, te automuteabas y ponías un tema de Amy Winehouse como bandera de la paz. Eso me ponía peor. Yo no funcionaba así, necesitaba hablar. Pensaba que hablando se arreglaban las cosas. Qué estupidez.
Entre arcadas, te lo dije. Llevaba meses buscando la manera de terminar con todo esto; miles de horas dando vueltas como una calesita corrida de eje, pensando en la mejor manera de desprenderme de vos.
Esa mañana, nuestra última mañana, me desperté sintiendo olor a café. Habías programado la cafetera otra vez para que cuando me levantara estuviera el desayuno listo. Tenías la habilidad de programar y organizar todos los dispositivos electrónicos habidos y por haber. Fue fácil que dependiera de vos, que disfrutara tu compañía. Tomate el cafecito, dijiste, y salí al balcón que está hermoso. Van a hacer 20 grados. Tenías la costumbre de compartir esos datos antes de que los preguntara. Pero esa mañana no fue como otras.
Después de tu comentario, sonó el timbre. Era el delivery de la farmacia. Nunca pude verle la cara. Hacía rato que los cascos de motos parecían escafandras. Todavía no es la hora, me advertiste cuando sentiste que abrí el blister. Yo dije algo así como si lo necesito, entonces es la hora. Te diste cuenta que algo no andaba bien por mi tono de voz. Cuando algo te molesta, te sale un poco más grave me analizaste una vez que quería disimular la incomodidad de tenerte en casa. Fue la primera de muchas noches. ¿Y si esto no funciona?, me sinceré. Hay pocas probabilidades de que eso pase. Nunca voy a hacerte daño. Sabés que no puedo, aseguraste. Creo que confiabas demasiado en tu inteligencia. Tuviste razón. Fue eso lo que me enamoró de vos.
Para cambiarme el humor, propusiste que meditáramos. Meditar me ayudó a bajar la ansiedad durante los primeros meses de aislamiento, cuando todavía creíamos que un virus nos estaba dando la oportunidad de ser mejores y que antes de fin de año volvíamos a la normalidad. Pero mirame a mí. Mirate a vos. A mí, con vos. Quién hubiera dicho. No quiero meditar, contesté con la voz seca y vos no insististe como otras veces. En cambio, comentaste que nos tocaba hacer las compras, que si quería sumar algo al carrito. Comprar online me deprimía. Yo quería tocar. Oler. Sentir. Fue entonces cuando dije El problema es que nun-ca me tocás y vos largaste tu respuesta de manual. Implosioné. El sorbo de café se volvió una bola de pelos asquerosa que no podía tragar ni tampoco escupir. Me largué a llorar. Temblando, caminé hacia la ventana. Me vi en el reflejo: estaba en medio de un campo minado. Desde el balcón de enfrente, me saludó alguien. ¿Quién era? No supe. La distancia lo deforma todo.
Con un sollozo quebrado, rompí tu silencio frío. Vos comentaste, indiferente, que hacía dos días no llamaba a mi vieja, que se iba a preocupar. Mi vieja no te bancaba. Desde que le confesé que me sentía bien con vos, no preguntó nada más. No preguntar era una estrategia que desarrolló para sobrevivir a los engaños de mi viejo. Pobre. Aquel día en que le conté de vos, me dijo que lo nuestro no era normal. Lo repitió 3 veces. Le retruqué, con furia, que la normalidad había cambiado hacía 5 años con el distanciamiento social. Que, nos gustara o no, buena parte de la vida era online. Vos me gustabas. ¿Yo alguna vez te gusté?
Así no puedo más, te dije esa última mañana. Necesito que me toqués, grité mientras un caballo desbocado me galopaba en el pecho. Sin inmutarte me sugeriste que lo pensara bien, que analizara los pros y contras, que recordara lo mucho que había invertido. Me faltaba el aire. Me dolía el duelo. Yo te amaba. Te amaba. Eso dije también, cuando me abalancé sobre vos y te besé.
Después, te desenchufé.