“No corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. [...] . Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo general y la historia, lo particular”. ARISTÓTELES, Poética
Para Aristóteles, la historia era un arte o -para decirlo con el rigor de la expresión aristotélica- era una ciencia poética. Esto de ningún modo quiere menoscabar la entidad científica de la historia, como podría suponerse si pensamos en una semántica unívoca del término “ciencia”. Por el contrario, desde la Antigüedad se reconocía su carácter análogo, que permite incluir en ese concepto todos los aspectos cognoscibles del ser.
La escuela aristotélica distinguía en la vasta acepción de la palabra “ciencia”, en función del orden que cada una de ellas consideraba en su estudio, las ciencias teóricas, las poéticas y las prácticas. La dificultad consiste en saber a cuál de los órdenes mencionados pertenece el hecho, objeto de la consideración del historiador.
El historiador es, en cierto modo, un contemplativo, pero la índole de su visión es distinta de la del teórico, porque el orden inteligible que procura conocer -si bien es dado como el del teórico- no es obtenido por un procedimiento abstractivo sino mediante una apelación a todos los recursos de su saber y su experiencia para lograr la reconstrucción de una situación desaparecida. Y ese esfuerzo por reconstruir el pasado es faena propiamente poética, porque supone un retorno memorativo hacia la época considerada y una reconstitución de ese tiempo con todos los recursos de una imaginación fecunda.
Resumiendo: la historia es una ciencia porque los hechos estudiados, pese a su particularidad y contingencia, están incluidos en un ordenamiento cuya realidad debe ser descubierta, no inventada por el historiador. Sin embargo, el modo que el historiador tiene para transmitir el resultado de su descubrimiento es el “relato”. Toda historia es narración, porque el pasado referido ya no existe sino como palabra. Y esto funda una fecunda relación entre literatura e historia, que ejemplificaremos a través de la obra de uno de nuestros grandes poetas.
Alfredo Bufano (1895 - 1950), luego de unos años de aprendizaje poético vividos en Buenos Aires, en parte bajo la égida modernista de Rubén Darío y Leopoldo Lugones, encuentra su madurez personal y artística en el reencuentro con la tierra cuyana, acaecido en la década del ’20. Su labor creativa se orienta entonces en la línea de un “sencillismo regionalista”, tal como lo denomina Arturo Roig, dirección literaria claramente definida en el canto al terruño, tal como se pone de manifiesto en Poemas de Cuyo (1925), que inicia esta temática y varios otros poemarios, y que culmina en Presencia de Cuyo (1940), una obra “suma” en la que aparecen cabalmente representadas las distintas líneas temáticas que abordó a lo largo de su trayectoria creadora.
Una de estas orientaciones es la de los “romances históricos”, reunidos en el libro mencionado, si bien algunos fueron publicados con anterioridad. En ellos, la intención del poeta es entronar con la tradición del romance hispánico, visible en el empleo de ciertas fórmulas y recursos de estilo; revalorizar a la vez lo popular por la métrica empleada y rescatar, a su modo, un trozo de la historia patria, en este caso, la “patria cuyana”.
Desfilan así personajes como el Capitán Manuel Corvalán, quien trajo a Mendoza la noticia de la Revolución de Mayo: “Corvalán Sotomayor / ya dice la buena nueva”; Juan Corvalán, tristemente asesinado en la denominada “Tragedia del Chacay”: “Juan Corvalán, taciturno, / va camino del desierto” ; otros personajes emblemáticos del período de las luchas civiles como José Félix Aldao: “Reposa en El Plumerillo / don José Félix Aldao, / frente a los cerros azules / y en la quietud de los campos” o Mariano Acha; el General Villafañe; el Comandante Saturnino Torres: “Cual se agrandaba Castilla / del Cid al paso estupendo, / la lanza del Comandante / iba ensanchando el desierto”… hasta llegar casi a la coetaneidad del poeta con el romance dedicado a Domingo Astorga (1862 - 1917), “el milita vegetariano que se inoculó la tuberculosis por el desafío de un duelo” (Jorge E. Oviedo, Las (otras) historias de Mendoza: 77): “Comandante, lo estoy viendo, en Guaymallén, nuestros pagos”.
Entonces, el problema que se nos presenta como incitante desafío es el de las fuentes de este conjunto de composiciones. Indudablemente, Bufano conocía, gustaba y releía el Romancero tradicional hispánico; muy probablemente también, los cantos populares argentinos. Estos modelos suministran la inspiración primera en lo que al tono y elaboración literaria se refiere, pero la cuestión del contenido de los romances plantea una serie de cuestiones: ¿qué documentación histórica manejó Bufano?¿Recogió testimonios orales acerca de sucesos que indudablemente debieron de impresionar la memoria dela gente, y por ello quizá perduraron en forma de tradición o casi de leyenda? Más aún ¿se basó en antiguos cantares narrativos, recogidos también de boca de pueblo y hoy perdidos? ¿Qué relación hay, en fin, con otras fuentes literarias que trabajan con materiales similares?
Lamentablemente, resulta muy difícil hoy responder a esas cuestiones. Sabemos, sí, que Bufano fue amigo de varios prestigiosos historiadores mendocinos, que figuran en la dedicatoria de poemas o libros de su autoría. Intuimos, por ciertas semejanzas textuales, que no le era desconocida esa obra capital para conocer la historia cuyana que es Recuerdos históricos sobre la Provincia de Cuyo (1898), de Damián Hudson. Incluso creemos poder aseverar que leyó la obra de Jorge Calle sobre José Félix Aldao. En cuanto a obras literarias coetáneas, encontramos los Romances de Río Seco, de Leopoldo Lugones, a quien nuestro poeta admiraba y que guarda algunas semejanzas en cuanto a su intención de poetizar el pasado del propio terruño.
Pero son solo conjeturas, y quizás no importa, ante la belleza de la obra que subsiste incólume a cualquier análisis, sumando a la fuerza épica propia del contenido la delicada intuición del artista que ahonda en la significación emotiva de lo narrado, sirviéndose un estilo sabiamente trabajado en su sencillez.