“Las viñas de Contadini empiezan a unos cuantos metros de la bodega Primero, la quinta de frutales, la quinta de manzanos, peros, damascos, ciruelos y durazneros; la quinta hecha flor, hecha canto y aroma, por primavera; después, trincheras de chopos que defienden del viento los cuarteles de viñas”. Fausto Burgos. El gringo (1935)
Como provincia vitivinícola por excelencia, la literatura mendocina ofrece un amplio registro relacionado con esta actividad, en prosa o verso. Desde la descripción de las distintas faenas que intervienen tanto en el cultivo como en la elaboración del vino que nos ofrece Fausto Burgos (Tucumán, 1888 - Mendoza, 1953) hasta las recreaciones poéticas de Abelardo Vázquez, la literatura nos ofrece un amplio y nutrido testimonio que permite rescatar la industria madre de la provincia.
Un rasgo que durante mucho tiempo se consideró definitorio de nuestra identidad local fue esa cultura del trabajo que se asocia con el “gringo” laborioso y ahorrativo, protagonista, por ejemplo, de una novela de Fausto Burgos: El gringo (1935), construida a partir de dos series dicotómicas: la del criollo, más indolente, más inclinado a una economía de tipo pastoril, y el inmigrante, agricultor laborioso. Además, el mismo Burgos nos ofrece, en sus colecciones de cuentos mendocinos: Cuesta arriba (1919); Nahuel (1928) y Cara de tigre (1929), una serie de estampas de los oficios conexos a la vitivinicultura: el descubador, el pisador de uva, el fichero, el cosechador, etc., faenas tradicionales, algunas hoy poco conocidas.
Nacido en Tucumán en 1888, luego de cursar estudios primarios en Salta, secundarios en Catamarca y universitarios en La Plata, Fausto Burgos eligió San Rafael de Mendoza para fijar su residencia, aunque sin renunciar por ello a su naturaleza de viajero impenitente que lo llevó a recorrer (y textualizar) gran parte del territorio argentino.
En este sentido, ha contribuido de manera definitoria a la configuración del mapa literario de las regiones argentinas. Cuando Ataliva Herrera, en el prólogo a Cara de Tigre, lo saludaba con el título de “Maestro del cuento nativo” no hacía sino destacar dos verdades esenciales en relación con su obra: en primer lugar, el hecho de que -fundamentalmente en su narrativa breve- emprende el redescubrimiento literario del país, hace “literatura regional”, y lo hace a través de un instrumento expresivo propio, moviéndose con entera soltura dentro de las reglas de juego de esa especie literaria tan antigua y tan moderna como es el cuento, con una aptitud muy especial para totalizar en pocas líneas una situación, para retratar un carácter con unos pocos gestos y palabras, para pintar un ambiente con certeras y ocasionales pinceladas.
La producción de Fausto Burgos es copiosísima: se compone de centenares de cuentos y de varias novelas, libros de poemas y piezas teatrales, muchas inéditas aún; además, durante muchos años colaboró en el Suplemento Cultural del Diario La Prensa, con una frecuencia y regularidad que asombra.
Esta vastísima producción literaria refleja una unidad de vocación: manifestar la realidad de la tierra, ya fuera la añorada y norteña de sus primeros años, ya la mendocina de su madurez. Lo regional doloroso, lo regional pintoresco, lo regional entrañable… constituyen facetas de su obra narrativa caracterizada en forma somera por el realismo con que intenta dar vida literaria a los distintos ámbitos por él vivenciados.
Así, Fausto Burgos, en su novela El gringo (1935) y algunos otros relatos de ambiente mendocino, da cuenta de la situación de crisis que afectó a principios del siglo XX la vitivinicultura mendocina: “[e]ste año será un mal año. Andan diciendo que la uva no valdrá nada; que el gobierno la comprará para dejarla en las cepas […] Dicen que el vino irá a parar a las acequias […]” (15). “A los viñateros no les hizo gracia el precio de un peso por quintal de uva. ¡Poco, poquísimo! Ni para pagar los gastos. No valía la pena sacrificarse para eso. El bodeguero tiene muchos gastos; el viñatero paga al contratista, a los cosechadores, a los que atan sarmientos, al injertador, a los podadores” (119). Como consecuencia, se concreta el derrame del vino: “el viejo ve una acequia roja de aguas encrespadas, que se sale de madre y que inunda un barrio del pueblo. Los caminos blanquizcos han enrojecido. Las acequias se han puesto rojas. Hasta el viento que viene de la cordillera tiene olor a borracho. El viento se ha ‘curado’ con vino negro” (126).
Con similar eficacia retrata usos relacionados con la forma particular de riego -el turno de agua- que exige la realidad mendocina. Con humor, en el relato de un narrador protagonista, cuenta las pequeñas y grandes contrariedades que matizan la jornada de un agricultor: “Yo mismo, con el azadón o con la pala al hombro, iba a echar el agua, cuando me tocaba el turno. Llegaba a la acequia y hacía el tapón. Media hora más tarde ya no corría el agua: me la habían robado. De nuevo a echarla y después a montar guardia, en un sitio conveniente” (Cara de tigre, 97).
También nos habla Burgos de otras labores relacionadas con la vitivinicultura. Así por ejemplo, el regador: “[r]egador… -decía Juan para sus adentros- ¿qué gana un regador?... El contratista lo tiene de aquí para allá… a veces le toca de noche el turno de agua y hay que regar muchos cuarteles. El regador tiene que estarse alerta… y después… andar siempre con los pantalones a la rodilla y las alpargatas llenas de barro” (Cara de tigre, 52).
O el peligroso oficio de descubador: “[e]s un trabajo bárbaro el suyo, trabajo de pobre, de criollo pobre. El gas que despide el orujo corta la respiración, tupe la cabeza, embota los ojos, descompone el estómago, afloja las piernas, cansa los brazos. Y el hombre cree que va a hundir las narices, los ojos, el cuerpo entero, en una laguna de mosto negruzco” (Cara de tigre: 115).
La explotación agrícola tiene la alegría de la cosecha, pero también su reverso infausto: las inclemencias del tiempo. Así por ejemplo, las tormentas de granizo, como la que se describe en un capítulo de la novela, que refleja perfectamente el estilo de Burgos con oraciones breves, de gran fuerza en su sencillez; diminutivos que expresan la compasión ante la fruta malograda; variedad de recursos expresivos: imágenes, personificaciones, reiteraciones, contrastes, alguna metáfora original y lograda, para dar fuerza dramática a este accidente climático tan temido: “Allá, allá por el poniente y en derechura de la costa fragosa del Diamante, se agiganta una redonda nube negra. Todo el cielo se pone gris. Empieza la chaparrada […] revienta, se hace trizas, se desgrana, aquella nube negra, viajera errante, enviada de la Noche, enviada de la Muerte… […] Es una lluvia violenta, de piedras blancas, redondas, pulidas […] Y la chaparrada blanca sigue, sigue, destrozándolo todo” (El gringo, 96-97).