“Nosotras sólo sabíamos / Ir a oír misa y rezar, /
Componer nuestros vestidos / y zurcir y remendar”.
Mariquita Sánchez de Thompson (misiva a Candelaria Somellera)
La historia de la literatura de Mendoza parece nutrirse de ciertos “mitos”, vale decir, historias que se creen y se difunden sin contar con la prueba fehaciente; así por ejemplo, la reiteradamente mencionada “primera novela mendocina” (La noche del terremoto, de Máximo Cubillos) de la que muchos hablan pero que nadie ha encontrado aún, a punto tal que desconocemos si efectivamente fue publicada, en su totalidad al menos.
Abelardo Arias, por ejemplo, en “Narradores de Mendoza. Del costumbrismo a la fantasía” (Clarín, 17 /01/1974) se refiere a ella como un “relato débil y retórico”, en el que despuntan -empero- dos rasgos de interés: la plasmación de un imaginario novelesco que coincide con el mundo real de sus lectores, al tematizar un hecho contemporáneo (el terremoto del 2 de marzo de 1861), y también la presencia de un elemento telúrico con valor protagónico dentro de la obra.
Este texto aparece mencionado en el diario El Constitucional en 1872 y posiblemente fue publicado a modo de fascículos como parte del mismo diario, o quizás se la anunció pero nunca llegó a concretarse… las hipótesis pueden ser varias pero lo cierto es que, salvo Arias, nadie parece haber tenido en sus manos este texto.
Pero hay otro caso anterior y quizás más interesante, si cabe, porque involucra a una mujer y la sitúa como punto de partida de la aventura de las letras en estas tierras cuyanas: se trata de Antonia de Monclá y Santander, cuyas cartas serían el primer documento literario escrito en Cuyo.
Un auténtico “mito de origen”, ya que no lo podemos atestiguar con la presencia tangible del documento; además, las noticias que de su persona conservamos son escasas y contradictorias. Así, Arturo A. Roig (en su Breve historia intelectual de Mendoza, de 1966), el primero en historiar y sistematizar nuestra producción literaria, manifiesta que “Muy poco sabemos de nuestros escritores de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX […] Juan María Gutiérrez nos habla de Antonia de Monclá y Santander, nacida en 1727 y mendocina […]. Dejó aquella una Cartas, hasta ahora inéditas a más de extraviadas […]” (23). Fernando Morales Guiñazú (1943), en su Historia de la cultura mendocina, cita algo más ampliamente a Gutiérrez y nos suministra datos acerca de su familia: “[…] hija de don Pedro Monclá y de doña Petrona Santander, con vieja raigambre mendocina”. Agrega luego un interesante juicio de valor: “Esta ilustre mujer con que, a justo título, puede enorgullecerse Mendoza, era una ironista sutil, con una profunda feminidad, al par que poseía una extraña penetración psicológica de los seres y de las cosas, tenía el tacto especialísimo de imprimir a sus palabras, aun cuando se tratara de las cosas más trascendentales y serias, la forma grata y suave de una broma feliz y sin consecuencias”.
Nos informa asimismo que “Doña Antonia de Monclá y Santander casó en Mendoza en el año 1743 con don Francisco Javier de Estrada”, dato relevante en orden a establecer una pequeña polémica con Ricardo Rojas, el padre de la historiografía literaria argentina, quien se refiere a ella como “la Monclá Santander, aquella monja [las cursivas son nuestras] de Mendoza cuyas cartas comparó Gutiérrez con las de madame de Sevigné” (1948: 483). También es de destacar que Gutiérrez establece una comparación con Mme. de Maintenon, en realidad.
La fuente original de la cita que hace Gutiérrez y repite Morales Guiñazú (412-413) (Poetisas sudamericanas) se basa en un “testigo presencial” – don Eusebio Llano Zapata- “[…], quien pasó por Buenos Aires a mediados del siglo […] XVIII en su viaje de Lima a Europa y vino, como se deja presumir, por el camino de la cordillera, haciendo escala en la Ciudad de Mendoza” (1943: 412).
Este viajero, cuyo propósito era el de escribir una historia de la literatura colonial española, tuvo conocimiento de esta mujer, " […] nacida en Mendoza, de padres catalanes […] dotada de grandioso ingenio y de una habilidad tan poco común en el manejo de la lengua catalana […]” que “había lucido estos dotes en su correspondencia epistolar y adquirido tal repertorio que reunieron y recolectaron sus cartas, para imprimirlas en España, porque se les consideró por la gente entendida, merecedoras de tanto aprecio”.
Y termina Gutiérrez: “Si esta expresión del literato transeúnte fuese la justa expresión del mérito de nuestra mendocina, deberíamos sentir de veras, la pérdida del manuscrito que contenía sus cartas” (citado por Morales Guñazú: 413).
Ahora bien, quizás un lector contemporáneo podría preguntarse por la inclusión del género epistolar dentro de la literatura, pero no es mi propósito ahora discutir su estatuto genológico sino solamente consignar la importancia que tuvieron las cartas, durante los siglos XVII y XVIII, como medio -en manos de los “ilustrados”- para difundir conocimientos sobre gentes, costumbres y actividades, dentro de un esquema literario que buscaba por sobre todo la verosimilitud. Y junto con ello, destacar el lugar de esta mujer, casi ignorada: por ella podríamos decir que la literatura de Mendoza se inicia con una pluma femenina.