Los politólogos y sociólogos detectaron el fenómeno hace varios años. Algunos hasta le ponen fecha de inicio con un hecho concreto: el 17 de diciembre de 2010 Mohamed Buazizi se incineró a lo bonzo cuando la policía tunezina le confiscó una vez más su puesto de frutas en el mercado. Esas llamas encendieron lo que luego se denominó “Primavera Árabe” que se extendió a otros países de la región y luego, con distintas variantes, al mundo con los “indignados”. Con un rasgo común: un hecho que parece habitual, hasta menor, una decisión política de tantas, enciende una mecha que, a partir de una rabia individual, se propaga por las redes sociales y desata una protesta que ocupa calles y plazas transformado en una acción colectiva.
El asunto presenta matices. Quienes protestan en Hong Kong bajo la consigna “Un ciudadano, un voto”; los argelinos que se hartaron de tener en el poder a un mismo hombre durante 20 años y los sudaneses que lograron derrocar al dictador que los gobernó durante 26 años, parecen querer que exista democracia real. Algo con puntos de contacto con lo que reclamábamos los argentinos en 1983.
En El Líbano, Irak e Irán las razones son otras. Allí se reclama contra la corrupción, los malos servicios públicos, la ineptitud gubernamental, el aumento de precios y del desempleo en medio de una durísima represión que, incluso, ha logrado disimular las diferencias religiosas y étnicas que, a lo largo de la historia, han dividido hasta límites irreconciliables a esas sociedades.
Los sucesos de Francia con los chalecos amarillos y los estallidos que recorren América Latina desde Chile a Venezuela, pasando por Bolivia, Ecuador y Colombia, muestran una mixtura de ambas. Se reacciona contra lo que se consideran abusos o injusticias de los gobernantes, pero también se cuestiona la legitimidad misma del poder. Sin dudas, uno de los hechos políticos del año que concluyó.
La naturaleza “líquida” de las relaciones de esta época parece haber alcanzado a las instituciones que ordenan la vida en sociedad. La pérdida del respeto hacia la autoridad que arrasó a policías, militares, maestros, curas y hasta a los padres en las casas, llegó a quienes elegimos para que nos representen. Lo que está en crisis es la creencia en el carácter representativo de la democracia. “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución” dice el artículo 22 de la Carta Magna argentina. Si nuestro país ya tenía dificultades serias con el carácter republicano y federal de su sistema de gobierno, ahora lo tiene también con el representativo. Eso es lo que cruje.
Las “instituciones de la democracia” parecen ir a contramano de la instantaneidad on demand en que se han convertido nuestras vidas. Se vio en estos días en las calles de Mendoza. A la movilización de ambientalistas, productores agrícolas y militantes de izquierda que ideológicamente están contra la megaminería, se sumaron miles de vecinos preocupados o asustados por la contaminación del agua que las eventuales explotaciones mineras podrían acarrear para un bien tan escaso como mal utilizado en estas tierras.
Esa presión multitudinaria logró algo inédito, por lo menos desde el retorno de la democracia: una ley duró apenas diez días. La norma, que habilitaba el uso de sustancias químicas como el cianuro (”soluciones” en la jerga técnica, “tóxicas” en el léxico antiminero), había sido aprobada con el amplio apoyo de las fuerzas políticas elegidas poco más de dos meses antes. El gobernador Rodolfo Suárez debió pedir la derogación y resignar el primer proyecto que envió a la Legislatura. Quizás el que imaginó como más importante, el que signaría su gestión y dejaría un legado de ampliación de la matriz productiva de la provincia.
A Suárez lo asustó el espejo de la rebelión chilena. Durante esos diez días la protesta tuvo un in crescendo constante. De tímidas marchas con sesgo político se pasó a multitudes. De gente agolpada frente a vallados policiales en la Casa de Gobierno y la Legislatura, a cortes de rutas y calles. De proclamas ecologistas, a amenazas personales, escraches y hasta al riesgo de suspender la Fiesta de la Vendimia. El reclamo antiminero excedió por lejos a las facciones militantes.
“La ley tiene legalidad pero carece de legitimidad” repitieron como un mantra en el oficialismo para explicar la histórica contramarcha. La frase trata de esconder el indisimulable error de cálculo y una evaluación superficial de la manera en que la sociedad reaccionaría ante la modificación de la emblemática ley 7.722. El tiempo dirá qué consecuencias tendrá para el Gobernador. Si fue una muestra de debilidad o un valiente gesto de sentido común.
Hay pensadores que atribuyen este tipo de movimientos a la necesidad de generar nuevos mitos colectivos globales, a la mutación de ideales y valores de las sociedades o a los cambios (y riesgos) que trae aparejada la tecnología y la vida virtual. El sociólogo y economista español Manuel Castells, que estudia el fenómeno desde hace más de una década, es el más radical: “La democracia liberal ha colapsado” asegura.
El problema global es que no hay a la vista ningún sistema que pueda asegurar lo que se le reclama a la vieja y asediada democracia: visión de largo plazo en tiempos de consumo a la carta, nuevas formas de participación ciudadana y, fundamentalmente, más igualdad social y un “estado de bienestar” adaptado al siglo XXI.