Una polémica que se suscitó esta semana con las pinturas del artista Kevin Álvarez, sobre los frentes de algunos kioskos de la Ciudad, sirve para pensar sobre cómo se construyen los discursos culturales e identitarios a través del espacio urbano. Es que, amigos: las paredes, los monumentos, los puentes, las puertas de una ciudad: hablan.
Hablan, incluso, cuando sobre ellos no hay ni una sola inscripción y todo está pintado de blanco, de verde, o del color más bonito que se nos ocurra para renovarla. Es que ese blanco no significa “pureza” o “prolijidad”, en el lenguaje de las ciudades; sino “sin memoria” o “no lugar” o “sin deseo (que es lo mismo que sin vida)”.
¿Y cómo es que una pared tan perfectamente blanca puede significar todo esto? Pues como dice un teórico mexicano que escribió mucho sobre la hibridez cultural y la comunicación, el graffiti o el street art son “lugares de intersección entre lo visual y lo literario, lo culto y lo popular, acercan lo artesanal a la producción industrial y la circulación masiva”. Pero además, un graffiti resignifica esa porción de ciudad donde se instala: cuenta sobre las tensiones que un momento determinado sucedieron, sobre lo que fue necesidad, sensibilidad, reclamo colectivo. Un gran ejemplo es el mural que Bansky estampó sobre la Franja de Gaza. La ciudad narra, así, nuestra historia.
Pensemos en Lisboa, Valparaíso, Londres, San Pablo, Colombia, el Muro de Berlín (que es patrimonio cultural con sus graffitis y dibujos incluidos). ¿Cuál es el encanto de esas ciudades, de esos sitios que los turistas admiran, fotografían y “leen” como si fuesen cuentos? Todos tan distintos, todos tan atractivos, todos tan bellos en su particular desorden y espesura. Lo que los hace únicos, atractivos, no es el trazo más o menos magistral del artista sino cómo ese dibujo, esa frase, interviene el espacio y le otorga otro discurso, otro significado. Cómo esas “narraciones urbanas” se conjungan, dialogan, chocan, se encuentran. Y es que de esos asuntos se nutre la complejidad cultural e identitaria de un pueblo.También del nuestro.
Si un turista está interesado en saber sobre las particularidades sociales, culturales, políticas del lugar que pisa, el primer “texto” con que se encuentra es la ciudad y sus discursos. Todo comunica, todo es cultura, todo construye identidad. Es por eso que, desde esta perspectiva, demoler un edificio es lo mismo que tapar un mural de una pared prolijamente: ambas acciones eliminan lo que en esa porción urbana hay de las tensiones (sociales, culturales, políticas) que configuran la historia.
Lo efímero del street art es parte indisoluble de su naturaleza. El artista que quiere perpetuar su obra, no debería imprimirla en una pared sino en una tela para ser exhibida en el museo. Y esa condición efímera es también relato, que se cruza con las publicidades callejeras, con los carteles luminosos, con las señales de tránsito, los carteles oficiales. Un muro que contiene una obra artística que se va borrando con el tiempo (nos referimos al street art, no a un mural con firma de autor), o sufre las intervenciones de otros textos sobre ella, conserva en sí el peso cargado de los relatos de lo que allí sucedió. Y se trata de un discurso que, en su forma, muta constantemente. Porque la ciudad está viva y guarda la memoria de quienes fuimos, quienes somos y quiénes seremos. Dejémosla palpitar, dejémosla narrarnos. Esa espesura, somos.