Sorpresa en la Plaza Roja

El 28 de mayo de 1987, un joven alemán de tan sólo 19 años aterrizó su avioneta en pleno corazón de Moscú. El insólito y extravagante suceso, acaecido en la última fase de la guerra fría, dejó en ridículo al gobierno soviético.

Sorpresa en la Plaza Roja
Sorpresa en la Plaza Roja

A Lenin, que duerme el sueño eterno dentro de una caja de cristal en la  Plaza Roja, se le hubieran puesto los bigotes de punta.

El calendario marcaba el 28 de mayo de 1987 cuando alrededor de las seis de la tarde una avioneta piloteada por un corajudo joven alemán de 19 años llamado Mathias Rust, aterriza en plena explanada, el corazón de la hasta entonces inexpugnable Unión Soviética.

Una locura, una insolencia, una obra maestra del desparpajo que dejaba en ridículo no solo a los mandamases en Moscú, sino a toda la idea universal de barreras, órdenes e imposibles.

El asunto no habría alcanzado las dimensiones de lo inolvidable de no haber sido por el contexto, con la guerra fría dando sus últimos estertores de cara a una Unión Soviética no menos asfixiada.

El de Rust, aún sin resultar un golpe determinante, dejó al descubierto las falencias del sistema de defensa de la república comunista y, por extrapolación, puso un manto de dudas sobre la verdadera situación del país.

Todo, mientras Estados Unidos y las demás potencias occidentales aguardaban la llegada del nuevo orden mundial, y el reparto de fichas.

Detalles de la hazaña

“Quise llevar un mensaje de paz”, dijo con los años el intrépido aviador. Como buen germano, conocía al dedillo las vicisitudes de respirar con una cortina de hierro en el patio, y se atrevió a presentar la queja en persona.

En aquella jornada de desacatos, dio un par de vueltas por los aires de la plaza y emprendió contra uno de los puentes cercanos a ella, para continuar entre adoquines y estacionar en las narices del Kremlin.

Bajó del Cessna 172 sonriente, y hasta firmó autógrafos previo a que lo detuvieran, y se engullera 432 días de cárcel por andar haciendo lo que no se hace.

Antes, había salido a charlar con los cielos desde su Hamburgo natal. Quería acumular horas de vuelo (se dice que tenía menos de 50), y las fue a buscar por latitudes nórdicas.

Luego de varios días tocó las adyacencias de Helsinki, Finlandia. Desde allí le apuntó a Moscú. Apagó la radio, y siguiendo las vías férreas a baja altura, se sintió más vivo que nunca.

A pesar de que los radares sí funcionaron, y de que incluso un caza de las fuerzas armadas locales lo acompañó, inútil, en un trayecto del camino, la orden de derribarlo jamás llegó.

Suerte para Rust, pero no para los más altos cargos del ejército y del mismísimo Ministerio de Defensa, quienes tras el suceso se quedaron de patitas en la calle. Alguien tenía que pagar, y pagar de verdad, los platos rotos de semejante parranda.

Qué ver hoy

La lógica más elemental hizo de las suyas, y hoy la Plaza Roja no recuerda ni a Rust ni a su hazaña. Faltan las placas y los monumentos, pero habita algo de su aura en ese espacio inmenso y abierto, que es un emblema mundial y catálogo de las bellezas que la mano del hombre es capaz de crear.

Sirvan de ejemplo el Kremlin (con sus palacios, sus iglesias y sus murallas, es la residencia del presidente ruso y símbolo de la patria y su historia de zares y revoluciones), el Museo Estatal de Historia (de exquisito estilo barroco y sorprendente tamaño), el edificio del GUM, el mismo Mausoleo de Lenin y por supuesto, la preciosa catedral de San Basilio, hecha joya con sus alucinantes cúpulas.

Con todo, el homenaje existe, aunque lejos de Moscú y de Rusia. Más precisamente 1.800 kilómetros al oeste, en el Deutsches Technikmuseum de Berlín, Alemania (Foto superior).

Allí reposa el Cessna 172 con el que Rust hizo historia, junto con aviones mucho menos entrañables, como los utilizados durante Segunda Guerra Mundial, por caso.

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