El voleibol argentino hubiera sido otro -menos exitoso y popular, más improvisado- de no haber sido transformado por Young Wan Sohn, quien gestó, en el ocaso de la dictadura militar, un suceso deportivo y social -el bronce en el mundial de 1982- que cambió el voleibol argentino para siempre.
Wan Sohn llegó el 5 de mayo de 1975 por un acuerdo entre la Secretaría de Deportes, la Confederación de Voleibol y el ente rector en Corea del Sur. Tenía algunos pergaminos en su haber: lo habían elegido como el mejor jugador asiático en 1958 y deportista del año en su país en 1963, campeón nacional en varias ocasiones, DT del seleccionado en 1973, además de instructor en innumerables cursos y asesor olímpico. La idea era instaurar un deporte que por la falta de un proyecto firme estaba desactualizado y estancado. Las dificultades con el castellano no le impidieron volcar toda su experiencia. Ni siquiera el hecho de estar lejos de su familia y la desorganización que lo hizo esperar hasta nueve meses sin cobrar su sueldo.
Su mujer Ae-cha y su hijo Jeong Wook (luego tuvo un hijo argentino, Alejandro), llegaron seis meses después cuando el técnico ya tenía una clara idea de las condiciones habituales voleibol argentino.
"Cuando llegué a Argentina encontré un nivel bajo. No tenían técnica de juego, no sabían que era táctica a nivel mundial. Todos los clubes jugaban diferente", recuerda Sohn, que cambió aquella realidad con fórmulas tácticas modernas, giras infinitas por países asiáticos que derivaban en palizas deportivas y mucho entrenamiento.
Con el tiempo, se fue acomodando, empezó a entrenar a los seleccionados y se quedó con el de caballeros. Pese a que no existía el biotipo de jugador que él buscaba de 1,95 metro para arriba, trabajó con éxito, por ejemplo, con "Tapón" Ballesteros, que medía 1,70. Salió último en Italia '78 y en el '82 fue tercero.
Antes, en el '81, ganó el Sudamericano en Chile derrotando a Brasil. En algunos aspectos lo trataron mal porque lo tuvieron de cadete, mandándolo a hacer trámites al correo, por ejemplo.
En ese momento, no sabían qué hacer con él porque le llevaron un traductor japonés y poco se le podía entender en los entrenamientos.
Un español precario, reñido con la gramática, fue la herramienta que Sohn utilizó para convencer a Daniel Castellani, Hugo Conte, Waldo Kantor, Esteban Martínez, Raúl Quiroga y compañía -entonces pibes, después glorias del voleibol nacional- de someterse a una rigurosa disciplina de trabajo para moldear el talento y la técnica.
“Siempre les digo: Che, primero tener que trabajar duro para ser mejores. Piolas quedarse fuera del equipo. El triunfo es fruto del trabajo y eso no es filosofía oriental”, contaba Sohn a aquella generación que ganó el bronce en el Mundial '82 y, años más tarde -ya sin el coreano- el bronce olímpico en Seúl.
En setiembre arrancó la historia. En Brasil se disputó un cuadrangular con el equipo local, Corea del Sur y Japón. Argentina fue cuarta. Luego el Sudamericano de Mayores en Paraguay. La Selección salió tercera, detrás de Brasil y Venezuela. En el Mundial de 1978 realizado en Italia se tocó fondo: el conjunto albiceleste finalizó en el puesto 22 sobre un total de 24 participantes. En su zona se libró con las potencias Cuba, Japón y Hungría. Ingresó al grupo L por una posición entre los 11 últimos puestos. Tampoco pudo con Rumania, Estados Unidos, Venezuela y Finlandia. Siete partidos jugados, todos perdidos. Pero la mala experiencia sirvió como impulso.
Había llegado el momento de la revolución de Wan Sohn. Renovó los planteles, instauró entrenamientos técnicos-tácticos hasta entonces desconocidos, maratónicas jornadas de preparación en el Cenard ("trisi días continuadas" era la frase que utilizaba cuando decidía entrenar 13 días seguidos sin poder salir a la calle), “situaciones imaginarias” que consistían en recrear momentos del juego en la cancha, pero sin la pelota y derrotas tras derrotas en las interminables giras por Asia y Europa. “Aprender a jugar y perder mucho hasta encontrar los talentos buscados”, explicó en alguna oportunidad el ex armador del seleccionado Waldo Kantor.
En mayo de 1981 se le sumaron como asistentes Enrique Martínez Granados y Julio Velasco, activista estudiantil en la Universidad de La Plata a punto de graduarse en Filosofía, que había escapado de su ciudad natal por temor a la persecución de la dictadura militar. El tercer puesto en el Mundial representó la culminación exitosa de aquel arduo proceso. Había moldeado a la mejor generación del voleibol criollo, la que obtendría el bronce en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. No faltaron disputas con los dirigentes de la extinta Confederación Argentina por los problemas de organización y las promesas incumplidas, lo que lo llevó a interrumpir su ciclo de ocho años al frente del seleccionado.
En la primera época moldeó a la mejor generación de la historia; en la segunda, puso en ojo en un pibe que luego también haría su historia, Marcos Milinkovic. Su influencia, sin embargo, fue tan decisiva que luego de su desvinculación en ?la extinta Confederación Argentina quiso repetir la experiencia y contrató a otro extranjero, el chino Li Ce Da, que sin hablar español y sin contar con un traductor, cumplió un triste papel decorativo.
Los jugadores de la generación del 82? recuerdan el rigor y la disciplina que imponía el coreano. Citan aquella anécdota del cuarto set contra Alemania Democrática, en el Mundial, con un marcador 11-14 abajo y la eliminación a punto de consumarse. "Ustedes ganar partido y esta noche en concentración whisky y señoritas", prometió Sohn. Argentina experimentó una notable reacción y ganó el parcial por 16-14 y después el partido (3-2).
Una vez en el hotel, los jugadores reclamaron el premio. Sohn remató: "Ahora no whisky y señoritas. Primero gana medalla. ¿Qué va a mostrar a hijos y nietos? ¿Va a decir que ganó alemanes? Gana medalla primero”. Y así fue.