Un hombre se descompensó en su hogar, ubicado en plena ciudad de Buenos Aires, más precisamente en Belgrano. Parecía un episodio común, sin embargo, se convirtió en una causa judicial cuyos alcances se desconocen. El médico que fue a atender al paciente no era médico. Cuando se dio cuenta de que la víctima estaba cursando un infarto intentó cubrir sus pasos para poder salir de allí sin ser descubierto. Un llamado de reproche a la esposa de la víctima lo expuso, pero el tiempo perdido fue fatal: el paciente se descompensó en plena calle, sobre avenida Libertador al 6200, y murió un rato después.
Una muerte que, según las pericias, se podría haber evitado: un infarto tratado dentro de la primera hora de iniciado tiene sólo el 1 por ciento de chances de terminar en un deceso. Ahora, la Justicia procesó al falso médico por homicidio, y busca saber quiénes le permitieron trabajar como un profesional de la salud, detalla Infobae.
Víctor Calvo había cumplido 50 años el 27 de noviembre de 2020. Su esposa, Laura Fechino, le había preparado una fiesta sorpresa después de los meses de aislamiento por la pandemia. Fue una semana de emociones cuando la noche del 1 de diciembre, en su departamento del piso 12, preparó la cena mientras su mujer llegaba a casa. Comieron juntos y a las 22.30 se sentaron en el sillón para ver un capítulo de Masterchef. Pero a los cinco minutos, algo pasó. “Amor. ¿No te enojas? Me voy al cuarto; no me estoy sintiendo bien”, le dijo.
Víctor fue al dormitorio, se tiró en la cama, prendió el aire acondicionado... Y llamó de nuevo a su esposa. “No sé qué me pasa pero me duele mucho el pecho”. Estaba transpirando frío. Laura, su esposa, le tomó la fiebre y le pidió que se calmara mientras llamaba al médico de la obra social. Temperatura no tenía. “Respirá profundo”, le pidió y pensó que su marido estaba teniendo un ataque de pánico. Víctor se iba poniendo cada vez más nervioso así que Laura llegó a pasarle el teléfono para que hablara él mismo con la operadora para explicar sus síntomas. Sintió como si algo se le abrió en el esternón. Fue liberador, pero la sensación de opresión volvió a los pocos minutos. La telefonista les confirmó que ya estaba yendo la ambulancia en camino.
La ayuda tarda en llegar
Eran las 23:05 y Laura volvió a llamar a la asistencia médica. Su marido estaba transpirando frío, cada vez más, pero la operadora le dijo que ya había tomado el pedido como una urgencia y que ya iba a llegar. La ambulancia recién apareció a las 23:26. De ambo y maletín, el médico entró a la casa y comenzó a interrogar al paciente. Le midió la saturación de oxígeno y las pulsaciones. Alejandro estaba cada vez más ansioso porque el dolor no se iba. El médico le pidió que se calmara. “Dame vos algo para que me calme”, le contestó el paciente. “¿No me van a hacer un electrocardiograma?”, reclamó.
El médico llamó al chofer de la ambulancia que estaba en planta baja. “Traeme el electro, pero el mío. El de la ambulancia no, porque no funciona”, se le escuchó decir. Cuando el chofer apareció con el aparato, el médico no podía enchufarlo. Lo terminó haciendo la esposa del paciente. Después de varios minutos, el médico le dijo: “El electro marca algunas cositas que habría que profundizar. Se van con tiempo a la clínica por la obra social porque esto no tiene ningún apuro, tienen tiempo”. El paciente se asustó más. “Llevame vos en la ambulancia”, le rogó.
“No, la ambulancia tiene Covid”, fue la respuesta del profesional.
“Pero qué me importa el Covid, llevame igual”, volvió a pedir.
“No, no se puede. Hay tiempo”, le respondió. Con parsimonia guardó sus cosas, mientras Víctor estaba cada vez más irritado. El paciente le pidió que al menos le hiciera un certificado para que lo atendieran rápido en la obra social. Ahí puso “angor”, que alude a un dolor en el pecho. A la esposa, el médico le dio un papel para firmar y le exigió el pago de la consulta, aunque ni siquiera sabía cuánto era la consulta.
Laura le dio mil pesos. Mientras le decía a su pareja que se cambiara para ir a la guardia, el médico se dirigió al lobby del departamento para llamar al ascensor. Laura llegó justo cuando el hombre se había metido en el ascensor y las puertas estaban a punto de cerrarse. Desde adentro del ascensor, el médico le dijo: “Es un infarto agudo de miocardio. Hay que hacerle un cateterismo”.
“Llevalo ya”, pidió desesperada Laura.
“Hay tiempo, hay tiempo”, volvió a decir el médico y las puertas se cerraron.
En ese momento Laura se dio cuenta que era grave lo que estaba pasando pero no podía decirle nada a su pareja. Lo ayudó a cambiarse para ir a una guardia. Alejandro estaba enojadísimo. Insistía que le dolía, sentía que nadie lo estaba ayudando. Bajaron hasta la planta baja para conseguir un taxi. Laura estaba desesperada. El custodio de seguridad del edificio salió a la calle a ayudar a buscar un taxi porque no circulaba nadie por la calle. En ese momento, vieron que un taxi iba de la mano de enfrente de Libertador y comenzaron a cruzar para poder abordarlo. Enojado, Víctor se agarró el pecho. “La reputamadre y ahora me voy a desmayar”, alcanzó a decir y se fue de cara al piso en medio de la avenida. Había sufrido un paro cardíaco.
Laura comenzó a gritar desesperada. “Un médico, un médico. Traigan un desfibrilador”, clamaba. Un automovilista que pasaba por el lugar, en una ciudad ya vacía en la pandemia, se detuvo. Nadie lo sabía: era médico anestesiólogo que pasaba de casualidad por el lugar. “Quedate tranquila”, le dijo a Laura. Apareció un patrullero y algunos policías fueron a buscar a una médica de la guardia del Fleni, que está a pocos metros de donde ocurrió todo. Todo lo que no hizo el médico que lo atendió en la casa lo hizo esa profesional para intentar salvarle la vida, con maniobras de resucitación, y la ayuda del médico anestesiólogo y de una pasante. Para esa altura, la víctima ya no tenía ni pulso, ni respiración, ni signos vitales.
Desesperada, Laura volvió a llamar al 911, a la operadora de la firma de ambulancias exigiendo que el médico que se había ido volviera. “Pero usted le dijo que se fuera”, contestó la telefonista. Los insultos de Laura quedaron registrados en los audios. “Mentira, mentira”, gritó mientras exigía que el médico volviera para llevar a su marido a una clínica. “Bueno, señora, no me grite”, le respondió la mujer del otro lado de la línea.
Para ese momento, la avenida Libertador estaba cortada con los médicos tratando de estabilizar a Alejandro, los policías, los vecinos. A Laura le sonó el teléfono desde un número desconocido y atendió. “Usted me dijo que me fuera”, escuchó. “Volvé porque te mato hijo de p...”, le respondió. La ambulancia apareció a los pocos minutos y el profesional volvió a decirle que había sido ella la que se negó al traslado.
Subieron a Víctor a la ambulancia: no funcionaba el desfibrilador, que tampoco tenía planchuelas. Lo llevaron al Instituto Cardiovascular de Buenos Aires (ICBA), ubicado a solo media cuadra de donde había ocurrido todo. Víctor entró al shock room a las 00:30. “La situación es crítica, se perdió mucho tiempo. Vamos a hacer todo lo posible”, le dijeron a Laura. Después de 50 minutos de intentos de reanimación, le avisaron a Laura que su marido había muerto a la 1.20 del 2 de diciembre.
La investigación: algo no cerraba
Lo que empezó a partir de ahí fue la carrera de la esposa de Víctor por demostrar que su marido había sido víctima de una mala praxis. Es que Laura es abogada penalista e intervino en varias de las causas judiciales más resonantes de los últimos años de Comodoro Py. Varios de sus amigos pensaron que estaba confundida por el duelo, pero ella sabía que detrás de eso había algo más. Algo que no cerraba. Y Laura se convirtió en su propia detective.
La historia clínica correspondiente a la asistencia brindada a Calvo en su domicilio llevaba el sello “Dr. José O. Díaz Médico M.N. 151.395″.
En su denuncia, Laura pidió el secuestro de la ambulancia, pero la fiscalía de la ciudad rechazó el pedido y ordenó una serie de diligencias para secuestrar la documentación alusiva al caso tanto en la obra social, OSDEPyM, como en la empresa Emerger, que aparecía como la firma contratada para la atención de emergencias. Esa firma había a su vez tercerizado la prestación con la empresa Urgency Dom. Después de esas primeras medidas, la causa quedó paralizada. Eran meses de pandemia y nada parecía moverse.
Ya había pasado medio año y la fiscalía instó a notificar a Ochoa Díaz de la causa en su contra. No lo encontraban en ningún domicilio y Laura creyó que el profesional, extranjero, se había fugado del país. La Justicia entonces pidió el legajo del profesional para notificarlo de la causa en su contra, pero la apoderada de Urgency Dom reportó que ella misma le había notificado al médico el 26 de julio del 2021 que existía una causa judicial en donde se lo mencionaba. De inmediato, el médico renunció y pidió su liquidación. La fiscalía entonces llamó al teléfono que había aportado la viuda, el número desde el que esa noche la había llamado el médico que atendió a Víctor. El hombre que atendió dijo que no conocía a Ochoa Díaz.
La decepción de Laura era absoluta. Cada intento de avanzar en la causa era un puñal. Pero cada vez más se convencía que a su marido lo habían matado por desidia. Volvió a revisar todos los papeles y pidió la detención de Ochoa Díaz. La fiscalía no acompañó pero ordenó ver, a través de la aplicación Cuidar, que rigió en la pandemia, si podían localizarlo. Lo encontraron. El 20 de octubre Ochoa Díaz se presentó con un defensor oficial en tribunales: aseguró que él no había atendido a Víctor Calvo, que nunca había trabajado en Urgency Dom y que tenía una beca en el Hospital Garrahan donde trabajaba como neurocirujano infantil. “En medicina es muy común sustituir identidades”, acotó como al pasar.
¿Quién había atendido a su marido?
En el interín, la firma Claro informó al juzgado que el teléfono desde el que la había llamado el médico aquella noche para decirle que ella le había ordenado irse pertenecía a un tal Juan Olivares García, un ciudadano chileno de 58 años. Laura pidió allanar Urgency Dom, secuestrar todas las historias clínicas firmadas por Ochoa Díaz y hacer tareas de inteligencia sobre el dueño de ese teléfono. Y también pidió el secreto de sumario para que nadie, ni ella, pudiera intervenir en el curso de la investigación.
La Policía fue hasta el lugar donde tenía domicilio el misterioso teléfono. Era un kiosco de golosinas en Ezeiza. El hombre que atendía era el médico que había asistido a Víctor Calvo. Tenía bigotes al estilo mexicano y el pelo un poco más largo, pero era él. El juzgado ordenó allanamientos en la casa. Encontró a Olivares durmiendo. Los policías encontraron recetarios, sellos de goma a nombre de José Díaz, tensiómetros, cánulas, el electrocardiógrafo…
Cuando el juzgado corroboró que no era médico, ahí sí ordenó su arresto. La policía volvió a encontrarlo durmiendo. Se resistió a la detención diciendo que estaba borracho y que necesitaba un bastón para caminar. Así se lo llevaron a una comisaría a la espera de ser trasladado a la cárcel.
En su indagatoria, se negó a declarar. Olivares García fue procesado por homicidio simple con dolo eventual y usurpación de título. Olivares García “se representó como posible el resultado muerte de Calvo, pero le fue indiferente, lo aceptó, ya que primaba mantener en forma subrepticia e impune su actuar de falso médico”, sostuvo el fallo al que accedió Infobae. A los pocos días de estar preso, Olivares García tuvo un infarto, el mismo cuadro que su víctima. A diferencia de él, el acusado sí recibió la atención adecuada. Gracias a ese problema de salud y otro reporte de una falla renal, consiguió la prisión domiciliaria.