¿Cómo iba a imaginarse esta maestra rural que al iniciar el ciclo lectivo la cuarentena iba a obligarla a permanecer indefinidamente en una inhóspita población cordillerana?
¿Cómo iba a suponer clases virtuales para sus niños de Maternal, si en el campo ni siquiera tienen señal de Internet?
Daniza Pereyra sintió estar en medio de una película: transitó los casi 700 kilómetros que separan a su pueblo cordobés (Las Tapias), con Agua Escondida, en Malargüe, confiando en todo lo que le depararía el año junto a sus chiquitos del jardín “Los Charitos”.
Proyectaba un año productivo y enriquecedor: esa escuela-albergue para evangélicos representa un lugar clave para los chicos, la mayoría hijos de padres que crían chivos y que viven alejados en postas de adobe.
Lo cierto es que pisó tierra mendocina y a las pocas horas comenzó la fiebre del coronavirus y todo lo que trajo aparejado.
Se encontró con otra maestra jujeña, alquilaron un departamento y comenzaron a programar cómo dar clases en medio de la nada, con caminos intransitables, muchas veces repletos de nieve y prácticamente sin elementos tecnológicos.
Eso sí, al menos se trata de un lugar donde jamás hubo un solo caso de Covid-19: Agua Escondida, a 228 kilómetros al este de Malargüe, un oasis alrededor de un interminable desierto, difícil de acceder y donde apenas habitan 300 almas.
“Se tomaron las medidas de prevención a tiempo y al estar alejados de las ciudades resultamos beneficiados ya que casi no tenemos contacto con el exterior. No hubo ni hay coronavirus”, señala.
Maestra de vocación, la joven Daniza, que tiene 29 años, señala que su trabajo es de 20 días por 10 de descanso.
“Lo último que pensé fue en pasar aquí todo el año. Ojo, me encanta. Amo esta comunidad, pero la cuarentena fue inesperada”, reflexiona, para agregar las dificultades a las que se ha visto sometida.
“El jardín virtual es prácticamente imposible y además pocas mamás tienen señal o es de mala calidad. Así, solemos hacer viajes de dos horas para llevar nuestras cartillas y realizar alguna actividad con los niños”, relata.
Desde muy chica, en su Las Tapias natal, se volcó a la docencia. Comenzó dando clases en una escuela dominical, también evangélica, y en ese ambiente, una vez recibida, halló una oportunidad laboral en esta provincia.
Aunque representaba un cambio de vida abrupto, no lo dudó. Su pueblo, en el valle de Traslasierra, es meramente turístico y lleno de vida a toda hora por los bares y boliches que se emplazan alrededor.
En cambio, si bien Agua Escondida tiene grandes bellezas naturales, hay pobreza y limitaciones propias de toda población inhóspita.
“Es gratificante ver los avances de los chicos, pero también difícil vivir acá. Hay niños que transitan dos horas para llegar a la escuela y al jardín. Viven en casitas de barro en medio de la nada y eso implica un desafío”, reflexiona.
Por eso, cada vez que un directivo o docente dotado de camioneta -de lo contrario es imposible viajar- decide visitar a un alumno, la travesía es aprovechada por más de uno.
Pero eso ya es algo habitual para Daniza, que ahora sólo cuenta los días para reencontrarse con Juan Vicente, su papá, que tiene camiones y hace fletes, y con su única hermana que vive en San Luis.