Llegar a Mendoza en febrero o en los primeros días de marzo significa ingresar en el mundo de la vendimia, fiesta tradicional en la provincia, que nos identifica a nivel internacional. Al entrar a él, penetramos en una cultura que involucra diferentes aspectos, entre ellos el lingüístico. Ese acervo léxico está conformado por términos de raigambre clásica, que se entremezclan, en el actual panorama global, con palabras de diferentes orígenes. Seamos, pues, bienvenidos a la “tierra del sol y del buen vino”.
Partimos del vocablo “vino”, por definición “bebida alcohólica que se hace del zumo de las uvas exprimido y fermentado naturalmente”; el diccionario etimológico y el académico nos remiten al latín; “vinum” designaba esta bebida y, además del sustantivo que hoy usamos, nos da otros derivados, como “vinicultura” y “vinicultor” (en relación con la elaboración del vino); “vinícola” (“relativo a la fabricación del vino”), “vinoso” (“que tiene calidad o apariencia de vino”), “vinífero” (“que produce vino”); pero también nos encontramos con “viña”, que proviene del latín “vinea”: es el terreno plantado de vides, aunque puede usarse en sentido figurado en expresiones metafóricas, tales como “por viña vendimiada”, expresión que significa “fácilmente, sin reparo ni estorbo”; “todo tiene la viña: uñas, pámpanos y agraz”, expresión coloquial que indica que, en todo, hay cosas buenas y malas. El conjunto de viñas cultivadas constituye un “viñedo”, que se mide en hectáreas. Y el propietario de una viña es el “viñatero” o “viñador”.
Ligadas a estas palabras se dan “viticultura” y “viticultor”: la primera hace alusión al cultivo de la vid; la segunda, a la persona que se dedica a ese cultivo.
Nos sorprende buscar, en repertorios especializados, un sinfín de frases formadas con “vino” y adjetivos: “vino común” o de mesa; “vino espumoso o espumante”, antes llamado “champán”, hasta que este nombre fue prohibido por la Ley de Denominación de Origen; “vinagre” (de vino y acre), como fermentación ácida del vino; “vino de postre”, dulce o semidulce, que se toma con esa comida o sirve para agregarlo en la preparación de un postre. Además, existen vinos tintos, claretes y blancos: los primeros se elaboran a partir de hojas tintas, con un color que oscila entre el rojo guinda y el negro azulado; los claretes son vinos afrutados y ligeros, que pueden provenir de la mezcla de uvas blancas y tintas; los blancos son muy claros, con abundancia de amarillo matizado y amplia gama de tonos verdes y dorados. Una variedad de los tintos es el tempranillo, que ha encontrado en Mendoza un buen lugar y que se caracteriza por poseer color brillante y aroma a frutas rojas.
También, oímos hablar de “varietal”, vino elaborado a partir de una sola variedad de uva. Y por “vino añejo” se entiende el que tiene prolongada estancia en barrica o botella. Otras denominaciones son “vino picado” o avinagrado, con exceso de ácido acético; pero nuestro invitado de honor es el “malbec”, que toma su nombre de la uva homónima, traída desde Francia a Argentina por Michel Pouget, en la segunda mitad del siglo XIX, por encargo de Sarmiento.
¿Y cómo relacionamos el término “vendimia” con el vino? Lo hacemos a través de su etimología: en latín existía el vocablo “vindemia”, formado por la ya mencionada “vinea” (“viña”) y el verbo “demere” (“quitar, arrancar, retirar”); en la evolución fonética desde el latín al español, se ha producido una inversión o metátesis en el orden vocálico, que nos da el actual “vendimia”, con el significado de “recolección y cosecha de las viñas”.
Pero si vamos más allá de los vocablos latinos, nos encontramos con el término griego “óinos”, del cual derivamos hoy palabras como “enología”, “enólogo” y “enoteca”; los dos primeros se vinculan al conocimiento relativo a la elaboración de vinos; en cambio, “enoteca” es el lugar donde se guarda una colección de ellos. Se acerca a “bodega”, derivado del griego “apotheké”, con tres significados: conjunto de instalaciones donde se elabora y somete a crianza un vino; empresa que se dedica a la elaboración y comercialización de este producto y lugar aéreo o subterráneo donde se conserva el vino, con temperaturas relativamente constantes. Se relaciona este vocablo con “cava”, sitio que se destina a la guarda de vinos, generalmente bajo tierra, para lograr las condiciones ideales de almacenaje.
Tomando al azar términos del léxico del vino, nos encontramos con el verbo “catar”; de él averiguamos que consiste en degustar un vino seleccionado a fin de apreciar sus caracteres. Quien lo hace es el “catador” o “catavinos”, persona que utiliza vista, olfato y gusto para apreciar las cualidades organolépticas del vino.
Un catador hablará de “bouquet”, voz francesa que designa el conjunto de sensaciones olfativas de un vino de crianza, obtenidas tanto en madera como en botella. En los restaurantes y bodegas, hay una persona encargada del servicio de los vinos: el “sommelier” o “sumiller”. Esa palabra de procedencia francesa designa al experto en maridaje de vinos; aprendemos que “maridaje” es sinónimo de “armonía” y que, en este ámbito, implica el arte de combinar platos y vinos para poder disfrutar mejor tanto de unos elementos como de otros. Enfiestados en este cálido ambiente, escuchamos la cueca cuyana que dice “sacale espiche a la bordalesa”: el “espiche” es el orificio hecho en un tonel para introducir la canilla que permitirá sacar el vino destinado a ser embotellado; la “bordalesa” o “bordelesa”, palabra usada en Argentina, Uruguay y Paraguay, es un tonel de vino con capacidad de 225 litros.
Cuando la vendimia concluya, se recogerán los racimos que hayan quedado en las cepas de la vid: será la “melesca”, también llamada “cayascho”, voz quechua preferida en San Juan. Hay quien la define como una “humilde cosecha de racimos dulces”. Así oímos cantar en la tonada “cuando junte el otoño melescas de soles allá en el parral”.
Nos queda mucho vocabulario imposible de abarcar en una nota corta, pero veamos cómo se puede nombrar la ingesta excesiva de vino o de bebidas alcohólicas: se usa la expresión “dormir la mona”, que significa caer en el sopor que produce la embriaguez. Esa locución se registra desde muy antiguo pues se sabe que una práctica de las ferias ambulantes consistía en emborrachar a un mono no solamente para provocarle sueño, sino conductas graciosas. Otra teoría afirma que, entre los siglos XVI y XVIII, se trasladaba gran cantidad de monos a Europa y América, para su venta. A fin de tenerlos calmados durante el viaje, se los dormía.
Imbuidos de la magia del vino, entendemos que su cultura es tan larga como la cultura del hombre: Noé plantó una viña tras el diluvio; en Egipto, Osiris enseñó a la humanidad el cultivo de la vid; para los sumerios, la diosa Geshtin era la “madre cepa” y, para griegos y romanos, respectivamente, Dioniso y Baco, fueron dioses centrales en su mitología. Cuando muere Ampelo, amor de Dioniso, de su cuerpo sale una rama de vid: al apretarla, surge un zumo dulce que producía embriaguez; era el vino. Y hoy, la “ampelografía”, como resabio milenario en el léxico, es la disciplina que estudia las variedades de vid.