“A veces somos nuestros enemigos”. L.G.
Transcurría el 13 de diciembre del 2001 con un pesado calor en Buenos Aires. La cita principal era en un Ministerio de Desarrollo Social que había sufrido sucesivos cambios de conducción en pocos meses.
Un montón de mensajes en el flamante celular que recién aprendía a utilizar, me dieron una amarga noticia: “intentos de saqueos en supermercados de Mendoza”. No sólo era Buenos Aires “la ciudad de la furia”, la mayoría de las capitales del país se sumaban a la ola de violencia.
A pesar de la huelga general declarada ese día por la CGT (la séptima durante ese breve período de gobierno) pude retornar a Mendoza rápidamente. Las portadas de los diarios argentinos repetían las mismas noticias: cacerolazos, saqueos por parte de sectores de la población desocupada e indigente, robos de camiones en las rutas y cortes de calles en las ciudades.
La crisis del 2001 en Mendoza
En Mendoza, la decisión firme de Roberto Iglesias de sostener la paz en la tormenta tuvo dos patas fundamentales: el Ministerio de Seguridad conducido por Leopoldo Orquín y el Ministerio de Salud y Desarrollo Social en manos de Juan Manuel García. La estrategia de prevención de saqueos proponía que, ante los piquetes, en primer lugar actuaran los mediadores y en última instancia la policía, que lo hizo con profesionalismo.
Desde Desarrollo Social organizamos reuniones y más reuniones: con el Arzobispo Arancibia y demás líderes religiosos, con las ONG, con autoridades de otros ministerios y de municipios, con piqueteros, con policías, con gerentes y dueños de supermercados, con mayoristas, con uniones vecinales, con vecinos. La consigna era estar cerca de las necesidades y también de quienes aprovechaban la situación, para generar caos y debilitar al gobierno.
La “grieta” que hoy está activa, no tenía rentabilidad electoral en esa época. Resultó muy viable acordar de manera articulada con las intendencias de distinto signo político, que sufrían en carne propia las manifestaciones populares con la consigna de “que se vayan todos”.
Era necesario generar tickets alimentarios, bolsones de mercaderías, comedores, pero hacerlo con muy pocos recursos y con el aguante de los proveedores. Al fin y al cabo, en un país de lelics, lecops y tantas cuasimonedas, el Estado mendocino estaba pagando con petrones, respaldados por sus hidrocarburos.
Tengo en la memoria el 24 de diciembre de 2001 en el depósito de Desarrollo Social con funcionarios provinciales y municipales cargando camiones y envolviendo paquetes. Hacía mucho calor y debíamos llegar a tiempo. Con los miles de kilos de fruta seca y botellas de vino y sidra que nos habían enviado del Fondo Residual, más panes dulces obsequiados por mayoristas, se armaron los frugales paquetes navideños.
La gente de clase media sufría y se manifestó en las calles. Se había perdido el empleo estable, la plata en el corralito, el mito de la Argentina del Primer Mundo, el dólar bajo y los mejores salarios básicos de América Latina. Los cacerolazos tenían el ritmo de ese desamparo cuya responsabilidad principal se atribuía a la clase política. Por eso, la baja salarial a los funcionarios y la reducción de cantidad de concejales propuesta por Roberto Iglesias tuvo buena recepción popular.
Las continuas protestas en Casa de Gobierno se mitigaban con lo que alguien llamó con sarcasmo “MOPOC” (módulos de políticas sociales complejas), eran cajas de mercaderías con aceite, fideos, arroz, yerba, azúcar y leche en polvo.
Mendoza enfrentó con una red social y política, un proceso que en otras provincias argentinas costaría muchas vidas humanas. Teníamos un plan piloto en los municipios del Gran Mendoza para todas las Jefas de Hogar sin escolaridad secundaria, cuya única contraprestación era la terminalidad educativa. Fue uno de los primeros en Latinoamérica y sirvió para que dos mil quinientas mujeres tuvieran un título y encontraran nuevos proyectos de vida.
Desde el 2002 empezaron a multiplicarse los programas sociales. Los Trabajar y Jefes de hogar generalmente tenían una variable de contraprestación laboral o educativa. En Mendoza, el Plan Cosechar ayudó por esos tiempos a levantar una cosecha de frutas y aceitunas en medio de la catástrofe. También se pudo generar alguna producción de dulces y jugos de manzanas que aseguraron provisión a los comedores escolares.
Las nuevas políticas sociales
Durante los años sucesivos y en un contexto de crecimiento que duró muy pocos años, las protestas se fueron diluyendo y los programas sociales crecieron exponencialmente con la modalidad de renta mínima, con formatos rígidos que generalmente impiden una gestión federal de recursos tan vialiosos: tarjeta alimentar, asignación universal por hijo (AUH), asignación universal por embarazo (AUE), Acompañar para comunidad LGTB, Progresar, IFE, etc. La guía nacional completa abarca 226 páginas.
Esa enorme inversión social cumple hoy el objetivo de sostener la gobernabilidad. Sin embargo, no ha servido para mejorar los indicadores educativos ni para mitigar los problemas de pobreza. Y lo que tal vez resulte más espinoso, tienden a cristalizar situaciones de vulneración de derechos y generan lo que algunos han llamado “ideología del pobrismo”. En ese marco, el plan social no tiene el objetivo de reducir la indigencia y pobreza de las personas, sino de controlarlas o fidelizarlas. Al mismo tiempo, esa gradualidad va generando una costumbre que naturaliza la situación y reduce la autoestima.
El padre omnipotente que mantiene a sus hijos sin que trabajen o estudien, pero no les permite participar en su empresa, va destruyendo gradualmente el amor propio de quienes no pueden probar ni desafiar sus propias capacidades. Así ocurre con un plan social con escaso acompañamiento o con control de punteros políticos. Al mismo tiempo, coexisten contradicciones: no se levantan cosechas por falta de mano de obra o solo crece el empleo informal o en negro. La idea básica de movilidad social a partir del esfuerzo personal y colectivo, queda afuera de ese relato político. Y resulta funcional a la visión providencial del líder poderoso que sí puede, por eso distribuye según su criterio una torta que se va achicando día a día.
Las evidencias son contundentes. Veinte años después del que se vayan todos y en medio de una catarata de programas sociales, según datos del Observatorio de la Deuda Social, el 65% de los niños está en situación de pobreza. Las pruebas TERCE de Unesco demostraron que Argentina tiene el desempeño más bajo de toda su historia así como los informes de CEPAL indican que ostenta el sueldo inicial más escaso de la región. No es extraño que 1 (uno) de cada 3 (tres) jóvenes planee irse de un país cuyo Estado parece haberse convertido en una gran oficina de programas sociales ( “cómo cuesta mantener la esperanza cuando la comida no alcanza”).
Nunca antes la Argentina había sufrido indicadores sociales y educativos tan bajos. Algo distinto tenemos que construir para salir de este pozo que entierra nuestros mejores sueños. Somos nuestros enemigos si hacemos lo mismo, esperando resultados distintos. Soñemos con un Estado eficiente que promueva el esfuerzo, que proponga una economía competitiva, con un sistema educativo con exigencia y calidad; con políticas sociales que desarrollen capacidades personales y colectivas. Tal vez ese Estado pueda forjar modos más sustentables de combatir la pobreza.