El covid-19 nos dio una serie de duras lecciones. Recordemos. Al principio creímos que el bicho que naciera de un murciélago de Wuhan no iba a pisar estas costas (¡Acá hace calor! ¡Imposible que llegue!); luego, que lo íbamos a superar rápidamente porque... nada ha podido contra nosotros (“¡Es como la gripe A!”); más tarde, supusimos que las vacunas iban a llover por los acuerdos firmados (pero primero se inocularon los vip, eso sí); y por último, empezamos a sopesar la idea de que somos los peores del globo, jaqueados por esta segunda ola, rebosante de cepas nuevas. Ni una cosa ni la otra. Ni tantísimo ni tan poco. Ahora, para los diagnósticos, no pegamos una.
No, no somos los mejores del mundo. Ese pensamiento mágico, más argentino que el mate amargo, nos lleva a creer, por ejemplo, que un solo jugador puede ganar mundiales, que estamos condenados al éxito, que si alguna vez fuimos potencia mundial (¿fuimos?) lo volveremos a ser. Pero todo mágicamente, sin esfuerzo; así, por combustión espontánea. Por el solo hecho de ser argentinos bien pulentas. Ese razonamiento soberbio también fue puesto en jaque con el coronavirus. ¿Qué nos llevó a pensar, al principio, que esto era solo un problema de Europa o de los países “atrasados”?
El tipo que “se las sabe todas” está destinado a no aprender. A nadar en círculos en su mar de ignorancia. “¡Qué vivo que soy!”, dijo, y estaba dos metros bajo tierra.
Covidiotas hay en todas partes. Y los argentinos no somos la excepción. Suspendimos una Copa América y a las pocas horas, llenamos el estadio del Tomba con gente sin barbijo y cantando a viva voz. Si somos así de giles, ¿por qué nos tendría que ir mejor con la pandemia que al resto del mundo?
No, no somos especiales. No somos los mejores del mundo, por más Fangios, Maradonas, Messis que nos hayan tocado en suerte. Tan corrientes somos, que tampoco, tampoco, somos los peores.
Aunque a veces parece que nos esforzamos mucho en liderar rankings desgraciados, como el de los países con más inflación, con peor resultado en las pruebas Pisa, con mayor atraso tecnológico, la verdad es que tampoco somos la escoria del concierto mundial. Esa también es una conclusión errada, propia de nuestra ciclotimia, que nos hace ir del cielo al infierno, ¡todo con tal de no poner los pies en la tierra!
Es común escuchar a padres que elogian a sus vástagos con frases como “no estudia nunca e igual le va re-bien en la escuela”. La “viveza” como supuesto pasaporte para evitar esfuerzos. Está claro que la educación es como un gimnasio de la mente; que la inteligencia tal como la conocimos antes está “sobrevalorada” y que lo importante es siempre intentar. No, no somos los peores, a pesar de nuestra viveza criolla, y de la cultura de buscar atajos. Eso significa que aún tenemos oportunidades. El techo no está tan alto. El cielo sigue estando al alcance de la mano. Solo es cuestión de esforzarse.
La pandemia demostró, por si quedaba alguna duda, que somos un país tercermundista. Y que desde allí hay que construir. La tardía llegada de las vacunas, que nos hace ver nuestras cifras más altas de muertos mientras en Europa o EEUU se vacunan en la farmacia de la esquina, nos debiera ubicar y hacernos entender que uno es uno y su circunstancia. A los sommeliers de grietas les decimos que los argentinos, cuando pasan estas cosas, nos quedamos solos. Y que no te salvan los del norte ni los de oriente. (Lo del Martín Fierro era tan cierto…) ¿En serio vas a gastar energías en discursos de odio? Agrietarse la vida o agriársela, no es una opción cuando estás “solito mi alma”.
A veces para crecer, de una buena vez, hay que reconocer las limitaciones, hay que estar bien parados. Pero también entender que no todo está perdido. La Argentina no está condenada a nada, ni al fracaso ni al éxito. Solo a intentar superarse. Como cualquier otro país del mundo. Esta quizá es la lección más poderosa que nos regaló este covid de mierda.