La expresión «la capital de las islas» por Puerto Argentino (Stanley) suena grandilocuente. El pueblo, con categoría de ciudad desde el jubileo de la reina Isabel, a principios de 2022, no deja de ser una comunidad reducida, empequeñecida aún más por la inmensidad del mar que la rodea.
Cuesta pensar cómo es la vida diaria en un lugar de tres mil habitantes, donde no hay otro pueblo cercano para evadir la rutina y esquivar las caras conocidas.
La otra aglomeración de población es la militar, que se halla en la base de la Real Fuerza Aérea, donde se supo alojar a unas tres mil personas hasta antes de la pandemia, que hoy no son más de ochocientas. Fuera de eso, solo se encuentran pequeños caseríos o grupos de estancias cercanas entre sí que constituyen las localidades que vemos como puntos en el mapa. ¿Cómo se siente uno interactuando siempre con las mismas personas? Amigos y enemigos, amores y desamores, socios y rivales, todos juntos para siempre en los pocos kilómetros cuadrados de la ciudad, cruzándose en tres restaurantes y cuatro pubs. Suena a pesadilla. Pero el espíritu del isleño, de los isleños en general, es muy particular y no se altera por los desafíos que impone esa condición.
Siendo tan pocos, se deben conocer todos, ¿no? «Antes era así», nos responde una mujer que nos pide, como tantos otros, no aparecer con nombre y apellido. «Ahora no tanto; no te creas. Hay muchos trabajadores que vienen, están un tiempo y se van. Al menos era así hasta antes de la pandemia”.
Algunas costumbres de pueblo chico se mantienen. A veces la gente saluda con un «hello» cuando se cruza por la calle.
La imagen que muchos argentinos tienen de los malvinenses como una población exclusivamente anglosajona y rural, dedicada a la cría de ovejas, ya no es así. Si bien el setenta y cinco por ciento de los habitantes es anglosajón, el resto tiene origen en diferentes lugares del mundo. Cada vez hay más profesionales en las islas; la gente viaja por el mundo, habla otros idiomas y forma parte de la gran aldea global, comunicada en tiempo real. Casi en tiempo real, en realidad, si se considera la lentitud y precariedad con la que todavía operan las conexiones de Internet y de telefonía.
Muchos de los residentes más antiguos, es decir, los británicos, cuentan que sus familias llevan allí ocho y hasta nueve generaciones. Ya no se advierte un sentimiento de inferioridad respecto de la metrópoli como cuando eran ciudadanos de segunda categoría.
Los relatos de cómo sus antepasados llegaron hasta las islas son similares a cualquier historia de migrantes de cualquier parte del mundo, incluso de los que llegaron a Argentina desde Europa: familias, generalmente humildes o directamente pobres, en muchos casos militares veteranos de guerra y retirados, que respondieron a un aviso de la Falkland Islands Company publicado en Inglaterra o Escocia. Antes de seguir pasando necesidades en sus lugares de origen, decidieron partir al desafío de vivir en unas remotísimas islas del Atlántico Sur.
A aquellos colonos británicos les habían prometido tierra cultivable, que nunca encontraron, y un clima parecido al de Escocia o el norte de Inglaterra, cuestión que sí fue verdad. Así fue que desde 1846 empezaron a llegar a las islas los antecesores de los actuales pobladores.
Hay infinidad de relatos que describen las dificultades que debieron afrontar estas personas, con chicos y grandes que frecuentemente se enfermaban y morían por la falta de atención médica y una dieta limitada. Ese pasado de sacrificio es el capital simbólico de los isleños; el argumento que esgrimen a la hora de defender su pertenencia y posesión. «Vivíamos acá cuando nadie más quería venir», suelen decir.
No todos los recién llegados eran pobres, sin embargo. No lo eran los hermanos Lafone (franceses) que se instalaron en nada menos que la mitad sur de la isla Soledad para iniciar un emprendimiento ganadero que dio origen a la Falkland Islands Company.
Como el tránsito marítimo era muy intenso en esa época en el Atlántico Sur (no existían el canal de Panamá ni el de Suez) y las condiciones marítimas y climáticas tan extremas, se producían muchos naufragios. Por eso, llegaban a las islas aventureros de diverso prontuario que estaban dispuestos a pasarlo mal al principio para ver lo que les deparaba el destino.
No nos olvidamos de que las mismas inclemencias castigaban a los gauchos que habían quedado desde la época del gobernador argentino Luis Vernet y a los que llegaron posteriormente a la usurpación de 1833. Desde el comienzo de la ocupación humana de las islas iban a parar allí personas sin perspectiva alguna en el continente y la mayoría se dedicaba a las tareas rurales más pesadas.
Los gauchos no fueron solo argentinos, uruguayos, chilenos, ni solo de origen hispano o de pueblos originarios. También los hubo ingleses, escoceses, irlandeses, franceses, gibraltareños, muchos de cuyos descendientes aún viven en las Malvinas. La mayoría eran hombres, pero también hubo mujeres, solas y valientes, que se dedicaron a tareas rurales.
Los descendientes de anglosajones siguen siendo mayoría, pero hay un diez por ciento de santaelenos, originarios de la isla Santa Elena, más remota y perdida en el océano Atlántico que las propias Malvinas, que trabajan principalmente en el sector de servicios. En un viaje anterior, un simpático chef santaeleno había preguntado en broma a un grupo de periodistas argentinos: «¿Por qué no le piden a su gobierno que nos invada, a ver si Londres nos hace un aeropuerto?». Se refería a que después de la guerra de 1982 Gran Bretaña había mejorado la infraestructura en las islas, lo que incluía un aeropuerto nuevo y conexión aérea con el Reino Unido. No era el caso de Santa Elena, donde hasta 2016, cuando se construyó por primera vez un aeropuerto, solo se salía en barco, o no se salía.
A la comunidad de santaelenos le sigue en número la de los chilenos, unos trescientos, en su mayoría procedentes de Punta Arenas.
En total, hay unas sesenta naciones representadas entre los habitantes de las islas, según el último censo. No quiere decir que haya nativos de sesenta naciones, sino que muchos de los actuales residentes son hijos o nietos de personas de distintos orígenes. Entre los que sí son nacidos fuera de las islas hay hasta dos holandeses, además de filipinos y algunos zimbabuenses, que llegaron para retirar las minas que quedaron de la guerra de 1982.
Ver a los zimbabuenses es toda una novedad, ya que antes casi no había gente de raza negra en las islas. Si bien el frío es todo lo contrario al clima de su Zimbabue natal, la posibilidad de un buen trabajo, estabilidad económica y política, educación y salud gratuitas también son todo lo contrario a la realidad de su país.
En cuanto a los pocos argentinos, casados con isleños o isleñas, son tanto o más partidarios que los nativos de que la situación política permanezca como está; es decir, bajo el mandato británico.
Cuando le preguntamos a un empleado filipino de uno de los restaurantes qué pensaba al respecto, nos dijo: «No veo por qué las cosas deberían cambiar. Están bien así».
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