Los payasos perturban: viven bajo una impostación optimista que les prohíbe manifestar emociones negativas. Esta alegría artificial consume al payaso y lo condena a una algarabía que no siente y que colapsará bajo su reverso: el odio y el terror.
Piñón Fijo logró destruir esta tradición de payasos maníacos, logró no lucir amenazante ni ominoso. Piñón se confeccionó como un payaso humano, sin distorsionar su voz, ni sobregesticular, ni redundar en el gag físico o en la onomatopeya.
Ya desde su registro fonético (flagrante tonada provinciana) se nos hace costumbrista y popular. Un artista callejero con look de payaso, que al modo de los juglares tiene pericia con los instrumentos y las palabras.
La manufactura de sus shows jamás subestimó al público infantil y en ese divertimento honesto cautivó también a adultos. Proeza absoluta: ganarse el beneplácito de todas las edades a lo largo de varias décadas.
La obra y el artista
Con la punta de una publicación en Instagram, este idilio reventó como una piñata tornasolada rellena de ignominia y depravación. Pero no reventó sobre Piñón Fijo, he allí lo exquisito del caso, sino sobre su creador: Fabián Gómez.
El debate de separar a la obra del artista regresó complejizado: nunca tuvimos una imagen mediática de Fabián Gómez, por lo tanto nunca pudimos generar una división, es decir que ni siquiera consideramos a Piñón Fijo un alter ego.
Desde un principio existió Piñón y sólo Piñón, artista intachable. Fabián Gómez ocultó su identidad al modo clásico de los superhéroes. Y el público aceptó este contrato: poco importaba la vida privada del artista mientras la marca Piñón Fijo acudiese a nuestra ayuda.
Así, sin un remitente, sin una voluntad creadora o un responsable concreto, las acusaciones recayeron sobre la única representación disponible: la del payaso. El personaje amado develaba su lado oscuro y, para estupefacción de todos, seguía maquillado, como si hubiésemos pasado por alto que la máscara que lo ayudaba a alegrarnos también desinhibía una conducta delictiva.
Podría decirse que el escándalo ascendió vertiginosamente no por la denuncia de maltrato (palabra comodín sometida a una imaginación canalla), sino por esa doble identidad que invitaba a una recapitulación, cuando no al arrepentimiento por haber encomendado la crianza de nuestros hijos a un ser moralmente inconcluso.
La cultura de la cancelación no intervino aquí, se activó algo más arcaico y doloroso: la pérdida de la inocencia, similar a ese momento infame en el que descubrimos que Papá Noel fue una estafa y que destruye tanto la magia primigenia como la credibilidad de quienes nos mintieron.
Una familia en el ojo de la tormenta
La narrativa mediática no tardó en ostentar su elenco: nada menos que la familia de Piñón Fijo, reconocible por subirse a los escenarios con él. Fue lo familiar por partida doble –se trabaja con la familia para crear un entretenimiento familiar– lo que hizo al golpe tan devastador: el núcleo interno se complotó ante el padre-payaso.
Los valores pregonados por Piñón Fijo implosionaban, exponían una hipocresía sostenida por 35 años. Detalle no menor: los que denuncian (los hijos) no llevan maquillaje, sus rostros son definibles, identificables, translúcidos. Al único que no podemos verle la cara en esta intriga palaciega es a Fabián Gómez.
Y sin una cara que se preste al escrutinio de los gestos, la culpabilidad crece sin causa. Cuando Fabián Gómez decidió dar un comunicado defendiéndose de las acusaciones, publicó un video en donde lo único visible fueron las ondas sonoras de su voz.
La resolución a la encrucijada Fabián Gómez/Piñón Fijo consistió en unificar radicalmente obra con artista y retomar el imaginario tétrico de los payasos, justamente aquello que Piñón con su trayectoria había desinstalado. El caso tentó a los medios como plot twist: quien se había ganado un lugar en nuestros corazones pasó a ser una temible obstrucción arterial.
Otra vez un payaso busca escapar de su espiral de felicidad comportándose como un sociópata. ¿Qué reflejos se dispararán ahora cuando escuchemos el Chu Chu Ua?
Lo más efectivo hubiese sido recrear una escena dramática en donde Piñón Fijo se quitase el maquillaje (al modo de Flor de la V mostrando su DNI) para hablarnos como Fabián Gómez. La melancolía del payaso, o del hombre derrotado detrás del payaso, hubiese sido deliciosamente táctica, y ahí la obra y el artista obtendrían su ansiada separación, su ordenamiento.
Pero como eso no sucedió (peor: se perdió el timing), las lágrimas pintadas de Piñón Fijo se convertirán en una metáfora burda y obvia (no por ello menos graciosa o tragicómica) del estado emocional de quien presumiblemente sea Fabián Gómez.