Tras formar un poderoso dúo, que llegó a poner de rodillas a Buenos Aires, Pancho Ramírez –caudillo de Entre Ríos- y el santafesino Estanislao López se distanciaron bruscamente. Este último comenzó a jugar para el antiguo adversario. Así, cuando en 1821 Ramírez decidió invadir territorio bonaerense, la situación era otra.
Un escuadrón que incluía al General La Madrid, le cerró el paso. Simultáneamente, López lo esperó del otro lado del Paraná y una cuadrilla al mando de Zapiola lo hostilizó por el río. Lucio Mansilla padre, incorporado a las fuerzas de Ramírez sólo unos meses atrás, lo traicionó dejándose derrotar.
En sus memorias confiesa con desagradable satisfacción: “Entonces vi el momento de salvar la situación de Buenos Aires. Nadie se apercibió del verdadero móvil que me había aconsejado trabajar en nuestra retirada, una vez que Ramírez no había sabido respetar mis reiteradas resistencias a su idea de invadir mi patria natal”.
Sin muchas opciones, el entrerriano escapó hacia Córdoba donde perdería la vida, un día como hoy de aquél lejano 1821.
Aun cuando su paso por nuestra historia fue breve, la muerte lo envolvió en un halo romántico, mitificando toda su existencia.
Durante la huida llevó consigo a Delfina, una hermosa portuguesa que había raptado en Brasil y tomado por amante. Aquél día de julio fueron alcanzados.
El norteamericano John Anthony King combatió junto a él y dejó registro de lo sucedido en sus memorias: “(…) en un instante nos encontramos combatiendo por todo el perímetro de un círculo común, pues el enemigo nos había rodeado completamente. Durante la refriega recibí un golpe en el pecho, con el mango de un mosquete, que me fracturó las costillas y me derribó en tierra. Al intentar levantarme, fui amarrado por dos personas, y al mirar a mí alrededor, vi a varios compañeros nuestros prisioneros como yo, y entre ellos al general Ramírez. La pelea duró sólo algunos momentos, y sin embargo a mí alrededor estaba la tierra sembrada de muertos y agonizantes, pues el hombre que era encontrado en actitud de resistir era degollado. ¡Pobre Ramírez! Todos presenciamos su suerte. Aquellos carniceros no necesitaron ceremonia alguna (…) se lo condujo al frente de los pequeños restos de su propio ejército, con los brazos atados, se le colocó un centinela a su lado y una hilera de soldados que marchaba a su retaguardia. Levanté mis manos al cielo y murmuré una oración por su alma. No pronunció palabra; pero cuando el valiente se arrodilló delante de sus asesinos, me dirigió tan larga y ardiente mirada que jamás la olvidaré, y un instante después cayó frente a mí [ejecutado por una bala]. El degüello del bizarro oficial se llevó a cabo, pero el valiente designio de su asesino no estaba cumplido. La cabeza de Ramírez fue separada del tronco en ese mismo lugar, y como supe después, paseada como un trofeo”.
La cabeza del caudillo fue expuesta dentro de una jaula, durante meses, en la puerta del cabildo santafesino. Una de tantas muestras de aquella Argentina rústica, empapada en barbarie y sangre.