En cierto momento, allá por los años 2000, fue una suerte de batalla. Algunos críticos, una cierta parte de la sommelería, también un grupo de enólogos y dueños de bodegas, nos manifestamos contra el exceso del alcohol en los vinos porque, claro, el asunto se estaba saliendo de control. Hace veinte años no era raro encontrarse con un malbec de quince grados, incluso de dieciséis. Y a nadie parecía molestarle. De hecho, todo lo contrario. Colegas periodistas, sommeliers, dueños de bodegas, enólogos parecían nadar felices en ese mar de vinos alcohólicos, dulces. Mendoza en particular -pero toda Sudamérica en general- estaba embriagada con esos tintos que parecían dulce de leche.
En esos años la lucha tenía más bien un tinte ideológico. Para mí, el exceso de alcohol lo que hacía y lo que hace es estandarizar. No me vengas con la palabrita terroir si cosechas para vinos de quince grados de alcohol porque a ese octanaje todo sabe igual, no importa si es malbec o syrah y menos importa si viene de Gualtallary o de Rivadavia. Es el efecto del alcohol que todo lo calienta y todo lo endulza. Pero, como digo, esa fue una batalla más bien de ideas. Y, aunque suena algo pedante, los que estábamos por los vinos más frescos, como menos grado, pero también con menos barrica y menos extracción (la brutal sangría que embruteció por años a los malbec argentinos) terminamos ganando la batalla. O, al menos, eso es lo que pensamos.
Debo aclarar que mi fantasía personal era que se volviera a los alcoholes del pasado, esos doce o trece grados (si es que alguna vez los hubo) que daban vinos jugosos y refrescante, tintos que efectivamente uno pudiera beber y no temer por un coma alcohólico. Tintos ligeros para refrescar el gaznate, para que el asado no se quede atragantado en la garganta. ¿Porque para eso es el vino, a fin de cuentas, no? Para que comamos sin que se nos seque la boca con el corte de entraña. En un afán reduccionista, por ahí andaría el asunto. Pero obvio, mi fantasía personal no se cumplió y hoy vamos volviendo (vía calentamiento global, vía el estilo de vinos que les gusta a los chinos) a esos tintos alcohólicos del pasado. Menos madera, eso sí; sin esas sangrías brutales, pero con alcoholes que pasan de los 14.5 y nadie parece arrugarse.
El problema, y con esto termino, es que ya el tema no es sólo una batalla ideológica, sino que también comercial y cultural. Vean el nivel de impuestos que el mercado británico está poniendo por cada gradito más de alcohol que llevan los malbec y se harán una idea del problema. Y vean también esa actitud casi política de mucha gente en contra del alcohol, de cualquier alcohol ya sea que venga de fermentar papas, uvas o cebada. Gente joven que ve el grado de alcohol en su tinto antes de comprarlo en el supermercado porque tiene más calorías, porque es malo para la salud, porque mañana tienen que correr la maratón de Chicago.
Y sí, el alcohol estandariza, hace que todo parezca dulce y pesado, el sentido de lugar del vino se va al tacho de la basura. Pero también es un problema comercial. Nos llenamos la boca hablando de cómo conquistar al consumidor joven porque el vino está en crisis. Pues bien, se me ocurre que se cosechen las uvas más temprano, por ejemplo.