A la hora en que las sombras comienzan a alargarse, comienzan a aparecer. Como hormigas atraídas por los granos de azúcar que cayeron en el césped de la plaza. Uno, dos, veinte, a veces más. El grupo no tiene nombre. Sólo son los amantes del tejo, que se juntan en la plaza del Olivo Histórico, en San Martín. Llevan algo más de 10 años juntándose allí, sólo por el gusto del juego y la conversación.
Juegan con la seriedad con la que lo hacen los niños, pero ya están en el otro extremo de la vida. Hoy, en este día de entrevista, el más grande tiene 78 y el más joven 61, “pero hay otros más grandes que yo o, al menos, alguno con el que estamos iguales”, cuenta Mario Ángel Elía, a quien le tocó ser el veterano, pero se resiste a serlo. “Juego con cualquiera, no hay edades acá. Lo hago desde hace unos 15 años y lo seguiré haciendo mientras Dios quiera”, sentencia.
Le confieso que ya estuve aquí hace algo más de siete años. Que el más viejo ese día era Rafael Herrera, que estaba por cumplir 91. Don Mario me dice que Rafael murió hace unos dos años, que ahora viene a jugar Juan Herrera, su hijo, que tiene 67 y que es “tan jodón y protestón” como el padre.
La vez anterior el grupo estaba preocupado porque la plaza estaba siendo remodelada y temían por la suerte de la cancha de tejo y también pedían que la municipalidad de pusiera unos bancos y una canilla cerca, para poder regar la cancha.
La cancha sigue aquí y ahora están los bancos, la canilla, los árboles dan mejor sombra y el grupo es más grande. Mario Giménez, que ahora anda por los 72 años, guarda una foto de aquella vez. La enmarcó y la tiene colgada junto a sus trofeos. Dice que le duelen los huesos y que ya no juega tan seguido. Su vida de albañil le pasó factura.
Están jugando de a tríos. Ahora, los primeros seis. Después será el turno de los siguientes seis y así, hasta que jueguen todos.
Un divertido juego social
Son solidarios. Si llega alguien nuevo, se lo invita. Y si no sabe, se le enseña. Pero esto no significa que cada uno no quiera ganar, que no desee realizar el mejor tiro de la tarde. No. Hay competencia y discusiones, pero nunca se llega al extremo de la pelea. Se insultan fuerte, se desahogan, y listo, chau pinela, a seguir jugando.
Juan Carlos Valdez (70) viene desde Los Campamentos, en Rivadavia. Hace esos 30 kilómetros. “Acá hay buen nivel y vienen siempre. En los centros de jubilados también se juega al tejo, pero no hay tantos jugadores buenos y no hay tanta disciplina”, argumenta.
El más joven, al menos hoy, es Alberto Fiadino, que acaba de cumplir los 61. Es el que más habla, el más histriónico y los demás se divierten con él. “Este -dice Mario Giménez señalándolo a Fiadino- se viene a divertir, más allá de que juega bien. Incluso muchas veces se vende solo por pavear y hace enojar a los demás”. El “se vende” de Mario significa realizar un tiro innecesario que termina perjudicando al equipo.
Porque el tejo, en definitiva, se parece bastante a las bochas en sus reglas. Uno arroja un tejín y los participantes deben tratar de arrimar sus tejos, tratando de que sus tiros sean los más prolijos y estratégicos. No hay mucho más, pero tampoco mucho menos.
El movimiento del brazo, la fuerza, la manera de agarrar el tejo, debe ser precisa, justa.
No me animo a preguntar por los ausentes. Aquel primer encuentro fue en 2017. Han pasado un poco más de siete años y una pandemia. Algunos “partieron”, como dicen ellos.
“No fue fácil la pandemia. No fue fácil quedarnos encerrados. Yo jugaba en el patio de casa, pero era lo mismo”, admite Mario Giménez.
El tejo no sólo es un juego “de playa”. Hay campeonatos locales, regionales, nacionales, pero especialmente es un juego social, de esos que invitan a la diversión.
Pero acá juegan con seriedad, con madurez. Nietzsche decía: “Madurez del hombre adulto: significa haber reencontrado la seriedad que de niño tenía al jugar”. Quizás ese sea el secreto, el único: jugar con la seriedad de un niño.