La historia de superación de Valeria: huesos de cristal, pero con voluntad de hierro

La enfermedad provoca la fractura permanente de sus huesos y la limita físicamente, aunque enfrenta la vida con optimismo, tenacidad y también lucha contra la discriminación.

La historia de superación de Valeria: huesos de cristal, pero con voluntad de hierro
Valeria es diseñadora de interiores, trabaja en la Legislatura provincial y recuerda que una de sus etapas más felices fue cuando pudo asistir a la escuela secundaria. Foto: Mariana Villa / Los Andes.

Cuando Valeria Lía Chavarría llegó al mundo, hace 40 años, muy poco se conocía sobre la osteogénesis imperfecta. Tampoco había ecografías, de modo que el diagnóstico, más conocido como huesos de cristal, fue inesperado y desconcertante.

La de Valeria es una historia de lucha, sacrificio y recompensa, pero también de discriminación y falta de inclusión.

Porque el mundo, al menos el que a ella le toca vivir, no está adaptado a sus dificultades físicas.

A los difíciles años de su infancia, que siempre estuvieron signados por el amor de su familia, supo transformarlos en experiencia de vida y hoy, si bien nada es color de rosa, admite que puede mirar “la mitad del vaso lleno”.

Significa, por ejemplo, sentirse una mujer realizada: se recibió de diseñadora de interiores, trabaja en la Legislatura provincial y está rodeada de familia y amigos de fierro, de esos que llegado el momento darían todo por ella.

La osteogénesis imperfecta es un trastorno de origen genético que impide que el cuerpo fabrique huesos fuertes. Estas personas suelen tener huesos que se rompen fácilmente, de allí la denominación de huesos de cristal. Como no existían ecografías, el embarazo de su mamá fue normal e, incluso, el parto fue natural.

Pero durante el alumbramiento Valeria sufrió tantas fracturas que pasó los siguientes días llorando sin parar de tanto dolor. Nadie se explicaba el motivo.

Un médico sugirió placas radiográficas y allí se develó el misterio. La enyesaron entera y le dijeron a sus padres que no pasaría de una semana.

La bautizaron en la iglesia de El Challao casi como una despedida, pero milagrosamente la beba sacó fuerzas desde lo más profundo y siguió adelante.

Se quebraba incluso dormida o estornudando, señala.

Poco después, la familia dio con una medicación trascendental gracias a un médico alemán. Así fue que, tres veces a la semana, recibía una inyección muy efectiva. Su estado mejoró. “Pude sentarme sola y sujetar juguetes. Hasta ese momento ni siquiera podía sostener una muñeca, todo representaba dolor y peligro de volver a fracturarme”, evoca.

A los 10 años, se le contabilizaron nada menos que 300 fracturas.

Al dolor físico se le sumaba el espiritual. “No me aceptaban en las escuelas y la discriminación siempre estuvo latente. Muchos hablan de inclusión pero no integran, entonces es como si nada”, diferencia.

Su infancia transcurrió entre maestras domiciliarias y juegos simples, como las damas, los naipes y las bolsitas de cotillón con juguetes diminutos que podía maniobrar con sus manitos.

Y especialmente con miles de lápices, fibras y témperas de colores. Allí nació su inclinación por el arte.

Apareció también un mundo nuevo y maravilloso con la lectura, que le abrió puertas inimaginables.

Sin haber pasado por el Jardín de Infantes ni la Primaria, alguien le hizo de “puente” para que pudiera asistir al secundario en el Herminia Morales de Ramponi, Guaymallén, donde también habían concurrido sus dos hermanas, Beatriz y Ruth.

“Fue una etapa inmensamente feliz. Por fin me sentí incluida, amada, integrada… atesoro grandes amigos de ese colegio y de aquella etapa”, relata. Pero como nada le llegó “de arriba” también sufrió un escollo en ese proceso. “Venía de una primaria básica, me habían enseñado lo mínimo e indispensable. Agradezco la paciencia de mis profesoras para nivelarme en primer año y valoro el mejor regalo: haber reforzado valores”, define.

Sobre el final del ciclo, supo que su futuro estaría en el Diseño de Interiores. Optó por esta carrera en la Universidad de Mendoza y logró una beca que jamás descuidó, porque era consciente de que sus padres no podrían afrontarla de otro modo.

En ese entorno escuchó la historia del arquitecto Cristian Racconto, ex vicegobernador mendocino.

“Su historia de esfuerzo me conmovió siempre y quise trabajar con él hasta que lo logré”, cuenta, para agregar que participó de Arquisol, una fundación de obras solidarias y luego en la Asociación de Arquitectos.

“Me aseguró que siempre trabajaríamos juntos y cumplió”, relata. Lo acompañó en la secretaría de la vicegobernación y, de allí en más, continuó trabajando en la oficina de Relaciones Institucionales de la Legislatura. Un día, casi sin querer, pudo devolverle lo mucho que, dijo, Racconto hizo por ella. Fue después de que Valeria ganara el premio como Joven Destacada de Mendoza. “Había que elegir a mi sucesor y fui convocada para ser jurado. Por supuesto que lo voté, sentí que era merecedor”.

Barreras

El mundo laboral fue otro desafío importantísimo: “Enfrenté miedos y desarrollé el carácter, trabajé mi timidez y me convertí en alguien que sabe defender sus derechos”.

Y se detiene en este punto para referirse a la falta de empatía que suelen padecer las personas discapacitadas y sus numerosas dificultades para sobrellevar el día a día.

Cuenta que si bien años atrás trabajó en una oficina confortable y con acceso, hoy su lugar está en un primer piso. “Gracias a Dios no sufro quebraduras a cada rato, como cuando era niña, pero suelo caerme y, por supuesto, esto genera complicaciones”.

Los 12 escalones que debe subir (en realidad la suben con la silla de ruedas) representan un peligro y un riesgo.”No tengo rampa, senda ni ascensor. Hace unos años me caí y fracturé la tibia, algo que aún no logré recuperar, pero también se golpearon los que me ayudaron”, rememora.

Aquel incidente, así como otros caseros, le costaron años de rehabilitación, incluso hasta el día de hoy.

“No pido nada raro, simplemente seguridad y comodidad en mi lugar de trabajo y que alguien se ponga en el lugar de una persona con limitaciones físicas y silla de ruedas”, señala.

Es contradictorio, asegura, pero estos episodios le permitieron conocer gente maravillosa. “Como los kinesiólogos Felipe Bahamonde y Julio Rodríguez. Uno me enseñó a nadar y el otro es un segundo papá para mí”.

Hoy, si bien se desplaza en andador en distancias escasas, su silla de ruedas es inseparable. Su casa está adaptada, aunque mitad de semana vive con Coca, su mamá.

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