Fernando Sorrentino: “Sólo busco que un relato alcance la máxima eficacia literaria”

El reconocido escritor argentino dialogó con Los Andes y en esta charla repasó su trayectoria y reflexionó sobre las búsquedas a la hora de narrar.

Fernando Sorrentino: “Sólo busco que un relato alcance la máxima eficacia literaria”
El escritor argentino Fernando Sorrentino, autor de "Siete conversaciones con Borges", entre otros libros.

Fernando Sorrentino nació el 8 de noviembre de 1942 en la ciudad de Buenos Aires y desde 2011, reside en la ciudad de Martínez de la provincia de Buenos Aires, lejos del ajetreo porteño. En 1968 obtuvo el título de Profesor de Castellano, Literatura y Latín en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta. Si bien en su autobiografía de su página web (www.fernandosorrentino.com) aclara que le gusta más leer que escribir y que, en verdad, escribe muy poco, la realidad lo desmiente: ha publicado ochenta y seis libros –lo cual lo convierte en uno de los escritores argentinos más prolíficos– y ha sido traducido a treinta idiomas, entre ellos al inglés, húngaro, portugués, persa, alemán, rumano, italiano, tamil, búlgaro, chino, francés, japonés, griego, serbio, árabe…

Este autor, hincha consecuente de Racing Club de Avellaneda (escribió un relato llamado Lectura y comprensión de textos, que describe de forma divertidísima su pasión por la Academia), también ha colaborado en la sección literaria de los diarios Clarín, La Nación y La Prensa y en las revistas Letras de Buenos Aires y Proa.

En cuanto a su obra narrativa, publicó los libros de cuentos Imperios y servidumbres, El mejor de los mundos posibles, En defensa propia, El rigor de las desdichas, Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (su cuento homónimo es el más afamado con su firma), además de una novela, una nouvelle, obras para niños y adolescentes y diversas antologías de cuentos argentinos e hispanoamericanos. Además, no podemos dejar de mencionar sus libros de entrevistas a dos escritores de culto de nuestro país: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares. Como dijo el periodista de Clarín Hernán Firpo: “Fernando Sorrentino tiene cuentos que si fueran de Julio Cortázar serían, probablemente, los mejores cuentos de Cortázar”. A mí, si me dan a elegir entre ambos autores, me quedo, sin duda, con Fernando Sorrentino…

–Empecemos por el principio: ¿cuál fue su primer contacto, cual epifanía, con la literatura?

–Creo recordar que el primer libro que leí fue El sombrerito, de Constancio C. Vigil, regalo de un tío materno muy sensatamente inspirado. Pero, antes de eso, o más o menos al mismo tiempo, a partir de cuando dejé de ser analfabeto, allá por 1949, me encantaban las lecturas del llamado, justamente, “libro de lectura” de la escuela elemental. Con excelente tino, incluían, mechados en las páginas didácticas, textos literarios sencillos (fábulas de Iriarte y Samaniego, fragmentos del Martín Fierro o de Fausto, poesías de Campoamor); como mosca atraída por la miel, yo hallaba enorme placer en leer esas páginas tan amigables. Pero, más tarde, llegó el día en que experimenté el verdadero sacudón literario. Ocurrió cuando leí David Copperfield, la maravillosa novela de Dickens. Yo tendría 13 años recién cumplidos, pues sé que eso ocurrió a fines de 1955, antes de la epidemia de poliomielitis. A pesar de mi corta edad, de inmediato sentí que Dickens me hacía “vivir” una historia verdadera y no sólo me la hacía vivir, sino que me metía dentro de ella, como si yo fuera –aunque mudo– partícipe de esas cautivantes peripecias. Y entonces me di cuenta de que entre Dickens y todos los autores que yo había leído hasta entonces había un enorme salto cualitativo en favor de Dickens: “¡Esta es la gran literatura!”, podría haber exclamado yo en ese momento (si hubiera poseído algún concepto literario). Lo cierto es que, a partir de ahí, empecé a saber comparar y fui aprendiendo a discernir los valores estéticos de unos y otros autores. He experimentado grandes momentos al leer a otros autores (claro, tal vez superiores a Dickens), pero la conmoción, digamos, “virgen”, despojada, temblorosa, que me produjo ese libro en ese momento cándido de mi vida, nunca, en ese plano emotivo, fue superada.

–¿Cómo es su proceso de escritura? ¿Es de imponerse un determinado tiempo para escribir o sólo lo hace cuando una historia se fragua espontáneamente en su cabeza?

–En primer lugar no soy, ni quiero ser, un escritor profesional. Soy un escritor aficionado: no tengo ningún método de trabajo, no tengo horarios, no tengo obligaciones ni urgencias ni requerimientos ni exigencias. De vez en cuando se me ocurre el tema de un cuento. Si estoy de buen talante y no cansado, me pongo a redactarlo. Si la fortuna me acompaña y el cuento se encarrila por el sendero que yo pretendo, sigo adelante, muy contento. Si, en cambio, no adquiere con rapidez la forma y el tono que yo deseaba, me digo: “Bueno, este no era para mí”, y, sin remordimiento alguno, lo dejo inconcluso, pues, si lo terminara en un estado de ánimo negativo, sin duda le trasmitiría al lector las mismas incomodidades que me acompañaron al escribirlo. Al redactar me dejo llevar por mi intuición y no realizo otra labor que la de encadenar peripecias y párrafos, prestando exclusiva y excluyente atención a un solo propósito: que el relato alcance, dentro de mis limitaciones, la máxima eficacia literaria. Otra cosa no busco.

– ¿A qué se debe su negación de formar parte de grupos literarios o de relacionarte con sus colegas?

–Por un lado, soy de hablar bastante poco. Y, por el otro, esas charlas, que sufrí en no pocas ocasiones, suelen aburrirme en grado heroico, debido a que mis contertulios, en lugar de conversar como “personas normales”, tendían a emitir “conceptos inteligentes”, aunque terminaban diciendo pelotudeces interplanetarias.

–Al igual que Borges, tiene una concepción hedónica de la literatura, en el sentido de que no lee nada que no le produzca placer. ¿Lee sólo literatura de ficción o también le interesan otras disciplinas?

–Por alguna perversidad, me interesan muchísimo las cuestiones lingüísticas y aun las de la mera gramática. Lo cierto es que yo he disfrutado de horas muy placenteras leyendo obras en apariencia tan áridas como el Manual de gramática histórica española, de Menéndez Pidal, o la Gramática de la lengua castellana, de Bello-Cuervo, o el Curso superior de sintaxis española, de Gili y Gaya… Y distan de ser los únicos…

–Si bien usted no se considera humorista, todos sus cuentos tienen cierto sentido del humor. ¿Por qué esa obcecación con el humor, que es intrínseco a toda su obra?

–Creo que es una manifestación espontánea. Es habitual que, mientras escribo, me “asalten” –esa es la palabra– situaciones humorísticas… Y, como soy de “dejarme llevar”, sólo las rechazo cuando entorpecen o desfiguran lo que estoy contando.

–Siempre me fascinó una frase suya: que la escritura es siempre un subproducto de la lectura. ¿Cree que no existen otras “fórmulas” para aprender a escribir que no sea leyendo cuantiosamente?

–No sé. Diría que no sólo leyendo sino también escribiendo y, lo que es más importante, volviendo atrás cuantas veces sean necesarias, para releer y extirpar errores. Yo, al menos, siempre considero la primera redacción como simple borrador, y el caso es que reescribo el mismo texto unas cuantas veces, hasta que me parece que, más o menos, ha alcanzado cierto razonable decoro.

–Su cuento más famoso, “Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza”, es una pequeña –por su extensión– obra maestra. ¿Cómo surgió ese cuento?

–Lo escribí a los 26 años, ya que su primera publicación se produjo en 1970. No creo que me haya llevado demasiado tiempo redactarlo: lo más probable es que lo haya escrito de un tirón y que, más tarde, eso sí, lo haya revisado, corregido y mejorado. Cómo se me ocurrió, no tengo la menor idea, pero sé que siempre tiendo a construir historias a veces fantásticas, a veces insólitas. Me tomo la libertad de contarte lo siguiente: más de cuatro veces he recibido mensajes de diversos lectores que, con ligeras variantes, se refieren a este cuento y a otros dos (En espera de una definición y La Corrección de los Corderos), y que formulan la misma pregunta: “¿Qué quiso simbolizar usted con: a) el hombre que le pega a otro hombre en la cabeza con un paraguas; b) el mosquito que domina al hombre; c) los cincuenta corderos justicieros?”. En todos los casos, mi respuesta (palabra más, palabra menos) es la siguiente: cuando escribo un cuento, no quiero simbolizar absolutamente nada ni pretendo pintar una alegoría de ninguna cosa ni ensayo construir metáfora alguna: sólo quiero escribir un cuento. Por lo tanto, símbolos, metáforas, alegorías, mensajes, invocaciones, moralejas, sermones, consejos, reprimendas, enseñanzas, etcétera, corren por cuenta y riesgo de la interpretación del lector, y yo no tengo la menor responsabilidad por las decisiones de éste. En resumen: cuando escribo un cuento, sólo quiero escribir un cuento, procurando, claro está, que me salga lo mejor posible.

–Con 26 años le hizo una entrevista nada más menos que a Jorge Luis Borges. En ese entonces, era un aspirante a escritor. ¿Cómo fue entrevistar, para alguien de tan corta edad y desconocido en el mundo académico, a un colosal escritor como él?

–Resultó una experiencia alucinante. ¡Esa erudición, esa sapiencia, esa dicción oral de perfecta cohesión gramatical! Ah…, y su prodigioso sentido del humor. Recuerdo que, una vez, le pregunté, por supuesto que off the record, por cierto poeta, de más fama “fabricada” que merecimientos genuinos, y Borges, poniendo cara de niño inocente, me dijo: “Bueno, es muy difícil hablar de él sin calumniarlo”. No pude contener una carcajada estentórea.

–¿Cuáles son sus libros de cabecera a los cuales vuelve una y otra vez con el mismo placer renovado que la primera vez que los leyó?

–Como ya lo expresé al principio, a mis trece años quedé fascinado, como nunca antes, cuando tuve la fortuna de leer David Copperfield. Si tuviera que darle un premio a la novela más hermosa que he leído en mi existencia, se lo daría, sin dudar, a El proceso, de Kafka. Y el premio a la mejor novela argentina lo reservo para Los asesinos de los días de fiesta, de Marco Denevi. También vuelvo, siempre con placer, al Lazarillo de Tormes, al Quijote, a La vida es sueño, al Martín Fierro, a Borges, a cuatro o cinco cuentos de Cortázar… Y, a la inversa, no logro explicarme cómo logré, en mis años de insensatez adolescente, la proeza de leer de punta a punta novelas tan insoportablemente plúmbeas como Las afinidades electivas, de Goethe, o Salambó, de Flaubert: en fin, yo era inexperto, ingenuo y hasta irresponsable, y necesitaba leer lo que viniera a mano para ir formando mi gusto… Ahora, en cuanto un texto ajeno me desagrada, lo abandono para siempre, sin importarme un pepino los laureles que adornen la frente de su autor.

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