Debió padecer en carne propia las consecuencias más dramáticas de la pobreza para que Juana Santos –Juanita—llegara a convertirse en esta mujer fuerte que supo dejar el dolor a un costado y dedicar su vida al servicio de los chicos que sufren miserias de toda naturaleza en el barrio Flores, situado en la zona oeste de la ciudad.
Evoca su infancia y llora desconsolada. Llora y se desahoga como si no la estuvieran viendo. Repasa cada peldaño de su vida y trae a la memoria a aquella niña que huyó de un hogar violento y que, con promesas de una vida mejor, cayó en la trampa de la esclavitud en su Bolivia natal.
Aquellos fueron sus años más duros, signados por la indefensión, los abusos y los golpes que marcaron más su alma que su propio cuerpo.
Tan “poco” llegó a sentirse, relata hoy, a los 43, que había quedado reducida a la nada: creció sin recibir afecto, educación ni derechos. Hasta que, por fin, alguien la ayudó a escapar de aquella pesadilla.
Y así, 10 años después, pudo regresar a su hogar ya siendo una mujer. Sin embargo, nada había cambiado: el drama seguía latente. Pensó nuevamente en buscar nuevos horizontes.
Con escala en Yacuiba --en la frontera con Argentina--, Mendoza la recibió poco después “con veinte manos”.
Aquí, nunca sobró nada, pero tampoco faltó el trabajo. Se instaló junto a su esposo en este asentamiento de numerosa comunidad boliviana y enseguida puso manos a la obra. Su puesto de verduras, en cercanías de la UnCuyo, sobre calle José Ingenieros, la ayudó a salir del analfabetismo y cuando descubrió el apasionante mundo de la matemática, se anotó en el Cebja 126 “Fabián Testa”, donde cursa tercer grado y sueña con terminar la primaria.
“Es una alumna ejemplar que hace un gran sacrificio por asistir y que jamás entrega tarde un trabajo”, la define Marina, su maestra.
Así, su carisma logró atraer a numerosos clientes que, de tanto en tanto, suelen confiarle donaciones para distribuir entre los habitantes del sector. Además, cada día, a las 5 en punto de la mañana, está firme en la feria de Guamayllén, donde “pelea” precios y selecciona la mejor mercadería posible para su público.
A Juanita se le fue abriendo un mundo distinto, más civilizado. Por primera vez en su vida empezó a sentirse valorada.
El Centro de Actividades Educativas (CAE) ocupa gran parte de su vida desde los últimos cinco años, cuando falleció Coca, la anterior encargada. Permanecer al frente de la institución es una tarea ardua. Allí el hambre y las necesidades no perdonan.
Es que, prácticamente --fundamenta-- han caído todos los empleos informales producto de la cuarentena: empleadas domésticas, albañiles y vendedores ambulantes ya no tienen trabajo y la matrícula en el CAE se incrementó.
“Muchas veces contamos hasta las monedas. Cada vez vienen más chicos y el comedor se convirtió en un puesto abarrotado de gente donde se retiran las viandas”, cuenta. Esos 160 menús se elaboran en su propia casa lunes y jueves.
En la misma casa de espacio reducido y escasos recursos donde, como si fuera poco, cría a sus seis hijos, dos adoptados.
Juanita parece un roble. Así, incluso, bromearon los propios médicos luego de alguna de las muchas cirugías a las que debió ser sometida.
“Tengo un montón de operaciones –cuenta—pero se ve que tengo rosca para rato. Es que la vida me gusta, soy una persona alegre y trato de ver el lado bueno de las cosas”.
De todo corazón
-Juanita ¿De dónde saca fuerzas cuando no ve los resultados que espera?
-Todos los días me levanto con esperanza y hago todo con el corazón. De niña me faltó el abrazo, la sonrisa, la comida. Mucho de todo eso no requiere dinero, solo corazón.
-¿Siente rencor?
-No. Porque en Bolivia, durante aquellos años de mi infancia, la sociedad estaba signada por el machismo, la pobreza, la desigualdad. Las cosas que yo he sufrido fueron por ignorancia. Mi mamá era incapaz de defendernos.
-¿La misión que cumple en el CAE la ayuda para reivindicar su historia?
-Por supuesto. Recibo mucho más de lo que doy y me siento tan feliz. Todo lo hacemos a pulmón. Ahora, por ejemplo, el municipio nos prometió una cocina industrial para dejar de cocinar en mi casa. Además estoy contenta porque logré juntar vajilla suficiente para todos. Antes, cada cual debía llevarse su plato.
-¿Qué necesitan?
-¡De todo! las necesidades son infinitas. Hoy necesitamos carne para completar nuestros platos, pero las familias no tienen nada y el invierno es duro. Frazadas, colchones, estufas, alimentos no perecederos, zapatillas, ropa. La lista es infinita.
-¿Qué actividades desarrollan los chicos que asisten al CAE, además del servicio alimentario?
-Tienen varios talleres y muchos profesores enseñan varias disciplinas, además del apoyo escolar. Claro que hoy la cuarentena complicó las cosas y solo lo abrimos para entregar la comida. ¡Dios quiera que todo esto pase pronto!
-¿Qué otros flagelos, además del hambre, padece el barrio?
-Como suele suceder, donde hay pobreza hay droga y delincuencia. Me corre sangre por las venas y así como me produce gran alegría ver a un niño sonreír, me duelen los delitos y los efectos de las drogas. Tanto, como si le sucediera a un hijo.
Cómo ayudar al comedor del CAE
Quien desee colaborar con el Centro de Actividades Educativas (CAE) puede comunicarse con el teléfono de Juana Santos, 0261-6018256 o acudir directamente.
Por más Juanitas (en primera persona)
Existen miles de maneras de contar la historia de Juanita y todos los caminos la llevan a buen puerto. Lo demostró de niña que, cuando creyó en una promesa, padeció una pesadilla y, no obstante, supo escapar.
De joven, cuando dio el paso para hallar un futuro mejor en la Argentina. De adulta, cuando, sin saber leer ni escribir, salió a emprender un negocio, se entusiasmó y se inscribió en la primaria.
De madre, cuando educó a sus hijos y luego, como si algo le sobrara, sumó otros dos adoptivos que encontró en la calle. Juana es todo eso y más: es una referente barrial sin bandera política que se ganó el cariño de todos en Flores y que le sobra espíritu para compartir.