En las últimas décadas la historia social, la historia política y la historia cultural han nutrido la caja de herramientas con la que aspiramos restituir, probar y argumentar el impacto de las guerras revolucionarias en el proceso de movilización y politización social que trastocó las jerarquías socio-raciales y representaciones culturales del antiguo régimen colonial, enarboló el credo ilustrado y refutó los vínculos de vasallaje que había sustentado el orden social previo al tembladeral revolucionario. El “sagrado sistema de la libertad” -como era llamado por los curas en sus sermones- consagró el justo derecho al autogobierno en respuesta a los agravios de las autoridades sustitutas del rey cautivo, y de los funcionarios coloniales que descargaron la fuerza militar contra los “insurgentes” americanos. A su vez, la formación de los ejércitos revolucionarios exigió inflamar el fervor patriótico, extraer recursos (hombres, dinero, ganado) y afianzar el control en las ciudades y pueblos ganados a la causa de la libertad.
Las mujeres no estuvieron al margen de ese violento proceso. Por el contrario, la atmósfera revolucionaria las condujo a tomar partido en el seno de las familias, las plazas, las iglesias, el mercado y en la calle. El general Miguel E. Soler se quejó más de una vez de la movilización política de las porteñas y de la manera en que las casas de familia se habían convertido en verdaderas usinas generadoras de rivalidades facciosas. Esas convicciones patrióticas impulsaron la iniciativa de la única letrada porteña, María Sánchez de Thompson, quien antes de entonar las estrofas de la canción nacional en la tertulia que animaba en el salón de su casona en Buenos Aires, incitó a las mujeres de su clase a reunir dinero para comprar las armas que usarían los soldados, bajo el pedido especial que sus nombres fueran inscriptos en los fusiles que empuñarían contra los enemigos de la Patria. Asimismo, la devoción patriótica de las mujeres se hizo patente en las fiestas cívicas y rituales públicos que activaban el recuerdo de la “gloriosa revolución”, como en los bailes domésticos que tenían como principales anfitrionas a las esposas o madres de funcionarios, oficiales y vecinos principales. En ese ambiente, se realizaban donaciones como la que dio origen a la bandera de los Andes que encabezó la marcha del ejército en la cordillera cuya confección estuvo en manos de las monjas del Monasterio de María en medio de un clima cruzado de tensiones en la que una matrona mendocina fue confinada a San Luis por proferir en la calle insultos al gobernador.
Joyas y telas no fueron los únicos aportes de las mujeres a la causa revolucionaria. Por el contrario, la Junta Provisional Gubernativa impuso contribuciones forzosas para financiar el esquema de defensa de la capital contra los realistas de la “fidelísima” Montevideo, y las expediciones militares libradas en el Paraguay y las provincias altoperuanas azotadas por la guerra de exterminio decretada por el virrey del Perú. Allí las listas de los “beneméritos de la Patria”, publicadas en La Gaceta, registraron los aportes de viudas propietarias de riqueza rural o urbana, y de otras que respondieron a la orden del gobierno mediante el aporte de onzas de oro, pesos fuertes, caballos, ganado vacuno, esclavos y parcelas de tierra que sirvieron al emplazamiento de albergues de los flamantes reclutas. Dicho comportamiento no sólo caracterizó las prácticas de mujeres distinguidas. Alcanzó también a un puñado de pardas libres que contribuyeron a financiar el cuerpo de morenos liderados por el sargento Soler cuya esposa, Josefa Olazábal, donó dinero para cumplir con los sueldos de los enrolados.
A pesar de ello, ningún debate público puso en duda la condición del “bello o noble sexo” en tanto que para los filósofos de la Ilustración (a excepción de Condorcet), como para los letrados y publicistas rioplatenses, el modelo de mujer ideal se centraba en la reclusión del hogar, la educación de la prole y la subordinación al pater familiae. Aun así, y como lo atestiguan los escritos tempranos del secretario del Consulado de Buenos Aires, Manuel Belgrano, el programa civilizatorio les tenía un lugar reservado mediante la educación como instancia de aprendizaje capital para salir de la miseria, mejorar las costumbres y desarrollar virtudes morales en sus hijos.
Esa consigna inscripta en el canon reformista borbónico y de Campomanes, aunque obtuvo expresión en la prensa independentista, estuvo lejos de plasmarse en manifestaciones prácticas. Los altos índices de analfabetismo de las mujeres del completo virreinato (como también de varones) acreditan que ni siquiera alcanzaron el primer escalón de las primeras letras lo que conduce a ubicar el peso relativo de aprendizajes informales como lo confesó la mismísima Mariquita. Asimismo, en términos demográficos, el despertar revolucionario pondría de relieve la mayor proporción de mujeres en varias provincias rioplatenses.
En efecto, el censo de 1812 ilustra que encabezaban la pirámide demográfica especialmente por la ausencia ocasional o permanente de los varones a raíz de la dinámica del comercio de larga y mediana distancia, el carácter estacional de las labores de campo que activaba procesos migratorios internos y lo que no es menor, por la novedosa exigencia militar que los desvinculaba de sus hogares o pagos de origen. Por consiguiente, la ausencia de los jefes de familia se convertiría en una experiencia inédita para las esposas, madres, hijas o hermanas de los movilizados para cumplir con la obligación de prestar servicios a la Patria o de los muertos por ella. Así lo atestigua la siempre evocada trayectoria de Juana Azurduy, la viuda de Manuel Ascencio Padilla, como la de María Remedios del Valle, la “capitana”, lanzadas a la guerra junto a sus maridos e hijos que fueron narradas y retratadas como prototipo de las heroínas de la independencia, y las mujeres libres o esclavizadas que asistían a los soldados del ejército auxiliar del norte, como lo ejemplifica la biografía errante de Francisca Sebastiana, como de otras tantas que recibieron pensiones por la muerte de sus esposos e hijos en los campos de batalla.
Las historiografías de las independencias hispanoamericanas como la rica vertiente de estudios subalternos han puesto de relieve el carácter fragmentario de los testimonios con capacidad hermenéutica suficiente para ilustrar el grado y las formas de politización y movilización social. En el caso de las mujeres, la dificultad se agrava ante su exclusión de los ámbitos de resolución política como de los candidatos, ricos o pobres, reclutados para integrar ejércitos y milicias. En su lugar, las imágenes más difundidas provienen de las estampas femeninas trazadas por cronistas o memorialistas, y de los relatos de viajeros europeos que se convirtieron en principal fuente de descripciones, discursos e imágenes femeninas, junto a los retratos y escenas compuestas por artistas oriundos también del Viejo Mundo.
A ese obstáculo se suma otro mayor: la escasa información producida por mujeres ante el peso abrumador del analfabetismo que las conducía a recurrir a intermediarios legos para volcar en papel y tinta súplicas al gobierno, reclamos de deudas, abusos sexuales o de autoridad de parientes o de los amos, promesas incumplidas de matrimonio y cartas íntimas en las que estampaban su nombre o cruz cuando no sabían firmar, convirtiéndolas en receptáculos preciosos para penetrar en la intimidad y testear experiencias, imaginarios y valores.
En el Río de la Plata revolucionario y más allá de sus fronteras, la correspondencia de las mujeres vertebra los hilos de la trama de un mundo cambiante y trastocado por la lucha política en la que afloran confesiones, reclamos, conspiraciones, e incertidumbres. Un “régimen de emociones” cruzado por una nueva temporalidad, la de la Revolución, y ensayado en la geografía de la guerra que erigió la experiencia del viaje, el destierro y la emigración en laboratorios del pasaje o transferencia entre lazos familiares y solidaridades políticas.
Un proceso que, además, expuso iniciativas (o agencias) femeninas enmarcadas por la irrupción de la política como actividad, y el sistema de normas, el honor y la moral del antiguo régimen que, sin cuestionar el orden patriarcal, las habilitaba a echar mano a estrategias para interceptar el deseo o voluntad individual a despecho de los dictámenes de la Iglesia católica, las autoridades o los jefes de familia.
Un conjunto de epístolas escritas o leídas por mujeres en 1811 y 1822 ofrecen una mirada caleidoscópica de la manera en que sus prácticas y emociones fueron transformadas por la Revolución. De tal modo, las perturbadoras cartas escritas por la esposa de Mariano Moreno en el lapso entre su partida de Buenos Aires y la dramática noticia que había muerto en altamar; la nutrida correspondencia de Javiera Carrera y sus cuñadas, Mercedes Fontecilla y Ana María Cotapos que exhiben la amarga experiencia del exilio y la derrota política de los varones de clan chileno entre 1814 y 1821; y el intercambio epistolar que mantuvieron Pilar Spano y Tomás Guido en la que usó el silencio como sanción ante la prolongación de su estadía en el Perú, jalonan el entramado de relaciones familiares que conjugó el ámbito de la cotidianidad con el de la escritura y la acción política.
Todas ellas representan experiencias de escritura y lectura femeninas que atestiguan el modo en que la revolución y la guerra transformó sus vidas para siempre. Las cartas se convierten en arena de aprendizajes e iniciativas propias orientadas a reinventar la conversación de la pareja o la familia; en soporte de confesiones y silencios que jalonan formas de sobrellevar la adversidad o la distancia; en depósito de memorias y sentimientos con el fin de preservar la unidad familiar en medio de la lucha política o la diáspora imantada por la marginalidad del poder. En suma, la correspondencia escrita o leída por estas mujeres ponen en escena el clivaje de sensibilidades patrióticas enraizadas en historias familiares en la que el vínculo amoroso y la felicidad fueron vividos en asociación con el amor a la Patria.