Parece una trinchera. Pero está hecha de carpetas, biblioratos, libros, hojas anilladas, bolígrafos. Y dos computadoras: una es la cuasi reliquia del Conectar Igualdad que, lenta, aún funciona. La otra es su PC de escritorio. Detrás de todo ello hay una docente que mira las dos pantallas, mira el despliegue de planillas de varios cursos, mira a este periodista y dice: “¿Podés creer? Estamos en noviembre y hay alumnos que me quieren entregar todos los trabajos juntos. No hicieron nada en todo el año y ahora aparecen. Como esta vez pueden recursar, reaccionaron”.
No quiere dar su nombre y explica por qué: “Voy a parecer ‘la mala’. Pero vas a encontrarte con mil casos como el mío y todos los docentes te van a decir lo mismo: recién cuando les llega el agua al cuello, los chicos reaccionan”.
En el tramo final del segundo año de los tiempos del coronavirus, este y su prepotente urgencia de decisiones políticas dejaron en claro que muchos órdenes establecidos podían ceder su lugar a otros nuevos, adaptados al cuidado sanitario.
En el terreno educativo y su ciclo lectivo, esto se vio a las claras, y dio actualidad a aquella pregunta que se hacía el español Gustavo Bueno: “Educación, ¿para qué?”. En una conferencia, este filósofo ponía como ejemplo el hambre (“si los alumnos no tienen para comer, no es la educación lo prioritario”), pero aquí la variable pudo ser el Covid-19. Y es que, claro, “la educación” está en lo alto de la pirámide de prioridades, pero la cosa cambia si ir a clases pone en riesgo la vida de los chicos.
En medio del suelo movedizo del primer año de pandemia, al final del ciclo lectivo 2020, surgió una decisión razonable: el dictado de clases había mostrado tantos tropezones y desigualdades que no tenía sentido seguir con la repitencia. Así, el Ministerio de Educación de la Nación apostó a una “promoción acompañada” de saberes prioritarios, y lo siguieron las provincias. Pero tuvo en Mendoza un sorpresivo eco: las autoridades escolares instauraron la idea de que, ya que estábamos, podía ponerse en cuestión para siempre ese recurso de repetidores y promocionados.
“La repitencia no es la solución para que los chicos aprendan. Es obsoleta”, dijo José Thomas, director General de Escuelas, como anticipo, quizás, a un panorama que se ha planteado en diversos lugares del mundo. Era interesante hacerlo en este contexto: durante 2021, el dictado de clases comenzó en muchos lugares a normalizarse, y entonces ya la excusa previa carecía de sentido.
Si bien los temas educativos a veces pasan de largo para muchos, este asunto despertó polémicas e instaló algunos interrogantes. ¿No era ya momento de preguntarse si valía la pena seguir con este modelo? Si la repitencia, que es en el país del orden del 10%, no consigue bajarse, ¿será que no sirve?
El argumento principal contra la repitencia son sus efectos colaterales, como el “daño emocional” en el alumno que, de pronto, se queda sin sus compañeros de curso y esto daña su autoestima. O el que le provoca ser el “mal estudiante”, al que se lo castiga duramente con el mote de “repetidor”. Quienes anteponen esas razones para eliminar la repitencia dicen, además, que el sistema es el de la “meritocracia” instalado en las aulas, y que “con castigar no se consigue nada”.
Por todo esto, el paso hacia la eliminación de los repetidores parece en cualquier momento a punto de darse. No se ha quitado aún, pero ya este año Mendoza anunció (por ahora sólo para el nivel primario, pero pronto lo hará para el medio) que se dejará de hablar de repitencia para adoptar el término “permanencia”: “Es para alejar al alumno del concepto instalado del chico que no sabe, que tiene que repetir, y no es eso, tiene que permanecer para poder lograr aprender lo que le faltó por distintas situaciones que no le permitieron tener una trayectoria continua”, explicó Elena Castro, de la DGE. Por lo pronto, es nominal el cambio.
Ahora bien, luego de atender esas razones, es tiempo de volver a la docente hundida en sus planillas de fin de año y su sorpresiva invasión de alumnos que sólo cuando supieron que podían repetir, accedieron validar lo que se supone han aprendido. “¿Sabés sin el recurso del desaprobado y el de que pueden repetir lo difícil que sería que algunos alumnos estudien?”, se pregunta Danilo, docente de Lengua en un colegio privado del Este. “Y eso que hay que ver la cantidad de posibilidades, de consultas, de opciones que tienen. Sin contar con la presión de los directivos. Y aun así...”, sugiere.
Es que ahí aparece la discordia. No sólo para muchos alumnos la exigencia de aprobación es disuasoria, sino que para otra gran porción de los estudiantes es a la vez un motor que los lleva a cumplir con los objetivos de aprendizaje. El pedagogo español Gregorio Luri suele decir que “la repetición de curso a tiempo puede evitar un ulterior fracaso escolar”. Y es que, ¿por qué sería un fracaso repetir un curso y no promoverse automáticamente sin haber dado muestras de lo aprendido?
Es cierto que la exigencia no es un fin en sí ni la única solución (y que estamos hablando de una generalidad), pero a la vez está claro que en los últimos años se alivianan las exigencias con excusas como el miedo al daño emocional de los alumnos. Lo cual deja a las claras que, al final, no pareciera importante que el niño o el joven validen lo que han aprendido, sino simplemente que su ánimo no se perturbe.
Cuando se ve los casos de algunos colegios en los que los niveles educativos son altos hay algunas cuestiones que saltan a la vista: sí, primero que nada, los estudiantes no sufren de falencias socioeconómicas, lo cual los exime de preguntarse “educación, ¿para qué?”. Sin embargo, en esos colegios dos otros aspectos priman: la exigencia (repitencia incluida) y la atención a las dificultades individuales de cada alumno.
En este sentido, la eliminación de la repitencia, al parecer, puede desencadenar escenarios peores: que no haya motivación en aquellos a los que les resulta más difícil alcanzar objetivos de aprendizajes, y tampoco en los que necesitan de ese apremio como estímulo.
Ya lo decía Alberto Royo, otro español preocupado por estas cuestiones: “¿Es beneficioso repetir curso? Depende. Para quien no quiere estudiar, repetir curso es tan perjudicial como seguir escolarizado y en las mismas condiciones que sus compañeros. Lo que hay que hacer con el alumno que no quiere estudiar es buscarle alternativas (una diversificación real) que no tienen por qué ser las mismas que las de los demás ni llevar al mismo fin. ¿A qué alumnos, entonces, puede venir bien repetir? A aquellos que, en principio, quieren estudiar pero, por los motivos que fuere, no han podido asimilar los contenidos del curso, situación que dificultará (y casi seguro impedirá) que puedan asimilar contenidos más complejos en el siguiente curso”.
Sin repitencia, de otro modo, es posible que pase eso con lo que bromean algunos: cuando se meta a estudiar una cabra, terminará en quinto año.