Después de muchos años de entrega y vocación de servicio volcados en el Centro de Salud 126 de Agua Escondida, en Malargüe, Angélica Pérez (61), enfermera de alma, dijo “adiós” a la tarea que tanto le apasiona.
Se jubiló tras años de entregar su vida en una comunidad muy pequeña y con numerosas particularidades, donde la pobreza y la falta de recursos son habituales y los caminos intransitables a veces no permiten llegar en tiempo y forma a destino.
Así y todo, “la enfermera Angélica”, como todos la conocen, se fue por la puerta grande, como suele decirse, y habiendo cosechado el amor y el respeto de muchísimos habitantes de una vasta zona.
“Extraño muchísimo porque uno debe acostumbrarse nuevamente a una vida distinta, más tranquila y yo amo a mis pacientes. Siempre he tenido especial predilección por los niños y los ancianos, las franjas más vulnerables y en algunos casos desprotegida”, dijo, en diálogo con Los Andes.
Nacida y criada en un puesto rural llamado El Pantanito, a 35 kilómetros de Agua Escondida, Angélica se jubiló donde nació y acá piensa pasar sus últimos días.
Aunque las anécdotas y los recuerdos afloran unos tras otros, luego de su extensa carrera, sigue comprometida con la comunidad a través de un ropero comunitario que funciona en una sala de la parroquia. “Creo que, en parte, sigo prolongando lo que tanto me gusta, estar cerca de la gente y, sobre todo, ayudar. Hoy el ropero ocupa gran parte de mi vida y es increíble la respuesta que tiene esta propuesta comunitaria entre la gente que padece necesidades”, dijo.
Auxiliar de enfermería, tal su título verdadero, Angélica asistió tambiénpartos. “Sí, aquí es muy común que suceda eso porque los hospitales están lejos y muchas mujeres viven luego de sortear caminos largos y a veces intransitables”, repasó. Y recordó el último nacimiento, cuando la llamaron de un puesto por una parturienta. “Mientras íbamos en la ambulancia el bebé comenzó a nacer. Le dije al chofer, con quien siempre hemos formado un gran equipo: ‘Ponete los guantes y empecemos’. Todo fue perfecto y luego emprendimos la marcha hasta el hospital de Malargüe, distante unos 18 kilómetros, aunque, en cuestión de tiempo, demoramos más de cuatro horas”, recordó.
Claro que no todos los partos fueron color de rosa: “Uno presentó una hemorragia, pero supimos atender a la mujer y salió todo bien”, rememoró.
Los momentos más tristes, sin duda, fueron siempre las “partidas” de los pacientes, especialmente de los abuelos, quienes le depositaban una confianza que ella retribuyó siempre con un amor incondicional y el oído siempre atento.
También la pobreza de los pobladores le dolían en el alma y le siguen doliendo, porque es un flagelo que no se agota nunca. “Es común que médicos y enfermeros tengamos que sacar dinero del bolsillo para pagar pasajes, algún alimento o lo que sea. Es muy dura la vida en esta zona tan inhóspita, especialmente cuando la gente no tiene recursos”, sostuvo.
“Algunas situaciones eran y siguen siendo duras, difíciles, porque la gente carece de esperanzas. De todos modos, hoy todo es más fácil, tal vez porque existe más ayuda”, señaló.
Angélica está casada con Luis Ravalle y tiene cuatro hijos: Maribel, Mariana, Mariano y Yésica, esta última también enfermera. Es abuela de un nieto.
“¿Mi reemplazo? Aún no se sabe, no hay alguien estable, pero estoy segura de que pronto tendremos una persona que también vuelque en esta zona todo su amor y profesionalismo. Ser enfermero es vocación y más aún en una zona donde las carencias se acentúan, donde los recursos muchas veces faltan y donde los pacientes presentan sus particularidades… hay que poner el hombro y tener paciencia y verdadero cariño por el trabajo”, reflexionó.
Angélica dejó el ambo de enfermera, aunque su tarea trascendió la salud: fue doctora, psicóloga, amiga y oído de innumerables pobladores a lo largo de los años.