De tan buen tipo que era, supo ser un gran tipo. Un tipazo. Que mostró toda su hidalguía de gentilhombre cuando la vida lo enfrentó a una circunstancia límite que sobrellevó con una entereza que todavía sigue sorprendiéndonos. La enfermedad que le tocó sufrir tendrá sus explicaciones científicas de las que poco entiendo, pero lo que sé es que en sus últimos años Daniel Ostropolsky fue quedando prisionero de un cuerpo que decidió no responderle, no obedecerle más.
Mantuvo intacta su capacidad cognitiva y afectiva, pero día a día (literalmente) se le fueron atrofiando más y más los músculos hasta que debió partir, esta semana.
Daniel era un dechado de amabilidad y decoro, apasionado por todo lo que tuviera que ver con la cosa pública. Más que con la política, con la cosa pública, que es algo más amplio y generoso. Su vocación desarrollada a lo largo de una intensa vida tuvo la culminación triunfal cuando fue electo por los colegios de abogados de las provincias como miembro del Consejo de la Magistratura a nivel nacional. Le tocó un tiempo difícil, donde las garras de ambición diseminadas sobre la Justicia pululaban en la República puesta en jaque por el poder político.
Fue una gran pelea donde demostró su temple para que lo que es de todos siguiera siendo de todos y no de una parcialidad. Sin embargo, cuando parecía que con ese digno accionar en defensa de la Justicia y la República amenazadas, con ese broche de oro, podría pensar en retirarse a pasar unos años tranquilos luego de su ajetreada pero tan útil y honrosa vida, el destino le reservó una última misión. Inesperada por donde se la viera. Y nada grata, pero que él supo transformar en algo loable.
Fue entonces que decidió pelearle a la muerte convirtiéndose en un ardiente defensor de la vida. No esperó ni un minuto. Apenas se enfermó y comenzó a ver cómo su cuerpo se convertía en un obstáculo en vez de una ayuda para comunicarse con los demás, se metió en los temas de la muerte digna. Escribió cartas, dio entrevistas y charlas, conversó con todos los que quisieran hacerlo y se puso manos a la obra.
Sabía que, por más bien que le fuera, una probable ley eutanásica no llegaría a tiempo para él. Pero eso le importó poco. Así fue siempre en su vida, en cada tarea que emprendió, con más ganas de servir que de servirse. Y además, con ese espíritu libre que tenía, se divertía como un loco lindo sirviendo a los demás. Porque su vocación era su pasión.
Incluso, ante la ímproba eventualidad de que hubiera podido ejercer el derecho al buen morir, no necesariamente lo habría aplicado para sí mismo. Es que amaba tanto, pero tanto la vida y estimaba tanto. Pero tanto la amistad que no tenía las menores ganas de perderse un minuto de la fiesta de existir y de convivir, aunque el cuerpo que lo había traicionado no lo dejara un instante en paz.
A él más que morir para no sufrir, le obsesionaba tener el derecho de decidir sobre su propia vida cuando lo estimara correspondiente. Lo suyo era una pelea por la libertad y la dignidad más que la mera búsqueda de un remedio final.
Si la felicidad es un atributo tan grande que, al menos en este mundo, apenas nos ha sido permitido buscarla pero muy difícilmente (o imposible) encontrarla, sí existe un sustituto de ella, más a nivel de nuestra limitada humanidad, que es la Alegría. Esos instantes breves en que exorcizamos la crueldad y la maldad cotidianas, riendo con la inocencia de los niños por el solo hecho de compartir la vida con los que queremos.
En los frecuentes encuentros que en los últimos tiempos tuvimos varios amigos con Daniel, él fue un portavoz notable de la Alegría, así con mayúsculas. Cada día el cuerpo lo jodía un poco más, pero cada día él lo enfrentaba con la sonrisa gentil pero desafiante del caballero medieval de su adorado Ingmar Bergman o del gaucho a lo Juan Moreira, que le sacan el facón a la muerte, sabiendo que no vencerán pero que la pelea bien lo vale.
El espíritu vital que contagiaba Daniel, crecía mientras más empeoraba. A medida que su cuerpo lo abandonaba, su alma más venía a reemplazarlo sin intermediarios. No puedo explicarlo mejor, pero les juro que lo he vivido. Y que fue maravilloso. No sentíamos que estuviera muriendo sino que se estaba preparando para renacer. Y eso que, discutíamos cada vez que nos veíamos, porque él no creía mucho en otra vida y yo soy más bien dudante tirando a un poquito creyente, por si las moscas.
Ahora que ya no lo veré por estos pagos, espero poder ganarle la apuesta y encontrarlo vaya a saber dónde, alguno de estos días, para seguir disfrutando de la Alegría, tal vez entonces en el territorio de la felicidad.
Mientras tanto, y hasta que eso ocurra, no hay que dejarse estar y seguir peleando sin solución de continuidad hasta que las viejas e injustas leyes no nos prohíban más convertirnos en sujetos del derecho a morir con la libertad y la dignidad que todos los seres humanos merecemos tener. Ese será el mejor homenaje a Daniel.