Sería realmente injusto achacarle a “Coronados de historia y futuro” la falta de espectacularidad. El recuerdo de pasadas ediciones, en las que año tras año se redoblaba la pirotecnia visual para romper el umbral de sorpresa del público, viene con cierta nostalgia ante una puesta que sufrió, como era de esperar en este país convulsionado y en crisis, los efectos de la austeridad.
El 60% del vestuario fue reciclado (se usaron piezas diseñadas originalmente para otros espectáculos) y lo mismo sucedió con 250 piezas de utilería mayor y menor. Quizás no parezca, pero son limitaciones importantes. Y en ese corsé presupuestario todo esfuerzo vale.
Aunque también la escasez despierta el ingenio, dicen. El cuerpo de actores, bailarines y músicos tuvo en este 2024 el desafío de sostener casi exclusivamente sobre su hombro el pulso de un espectáculo casi condenado al deslucimiento. Y lo logran: la masa de mil artistas dando todo en el escenario, más la orquesta apostada en altura y en el centro del mismo (muy buena elección), nos recuerdan que en esencia la Fiesta de la Vendimia es eso: un acontecimiento popular que nos tiene que electrizar y conmover.
Pablo Mariano Perri, el debutante director general (de amplia trayectoria como escenógrafo y también dirigiendo vendimias departamentales) aludió a esto. Remarcó la simpleza que articula el relato y a la (en cierta medida) falta de ambición del mismo. Le dijo a la prensa que quería ofrecerle a los mendocinos un momento de genuina alegría, para que al menos durante una hora se olvidara de sus problemas viendo el espectáculo. Honestidad brutal para una fiesta cuyo recuerdo se lo llevará el próximo zonda, pero que se animó a proponer algo en un contexto sumamente difícil.
Perri se valió del guión de Silvia Moyano, escritora y docente que apostó por una dramaturgia didáctica y efectista, que cumple puntillosamente los tópicos requeridos y poco más. Como positivo hay que remarcar la claridad de la historia (que en las voces grabadas roza lo infantil), cuyo desarrollo puede leerse en la crónica que acompaña esta crítica. Sin embargo, el guion que empieza encarrilado va perdiendo el rumbo y lleva al espectador a deambular por una serie de cuadros que a veces se presentan en una sucesión inconexa y que encuentran su desembocadura recién en la undécima parada: una corona. Un gran punto y a parte merecería discutir si una corona es realmente la esencia mendocina.
La dirección musical de Julio “Paito” Figueroa, con Alicia Pouzo en la batuta de la orquesta, fue crucial para darle hilván a un espectáculo que se apoyó en gran medida en esa maquinaria sonora, que se paseó por diversos ritmos y produjo momentos de incuestionable belleza y sólida ejecución: la irrupción de los pueblos nativos, el estruendoso malambo sanmartiniano y el cuadro de la Virgen de la Carrodilla, entre ellos, destacaron por sus arreglos.
Hubo ocurrencias interesantes, como la helada personificada en parcas con guadañas de nieve, o las siluetas luminosas en las coreografías de tango, y también momentos emotivos, con los “cameos” homenaje de referentes indiscutidos de Vendimia: Héctor Moreno y Claudia Guzmán abrazados en un 2x4, Vilma Rúpolo metamorfoseada en una suerte de hada blanca del agua, Guillermo Troncoso y, en memoria de Claudio Martínez, su hermano Sergio. En el final, donde la orquesta explota con la marcha vendimial, preanunciada por el “Boléro” de Ravel, y donde gauchos dorados y chinas plateadas encandilan alrededor de la pieza de orfebrería de Pedro, uno se queda pidiendo más. El cuadro resulta algo fugaz; el clímax, logrado a medias. Una vez más asoma la pregunta de si, con más presupuesto, las cosas habrían sido distintas.
Es que al igual que en la Vendimia anterior, “Juglares de Vendimia, un canto a la naturaleza”, dirigida por Franco Agüero, el principal punto flaco no es precisamente un punto menor: la falta de una cohesión dramatúrgica, que ponga a punto el dispositivo escénico con una intención artística. En un contexto de tamaña austeridad, esta carencia se nota doblemente y queda expuesta, porque hace a la gestión eficiente de los recursos, sean éstos muchos o pocos.
El exiguo diseño de luces, la dificultad para lograr atmósferas, el factor audiovisual casi desaprovechado (un retroceso después de las ingeniosas formas en que se integró en 2022 y 2023, después de los cortos pandémicos), los movimientos escénicos (que en un momento incluso entorpecen la letra de la canción que el público tendría que leer en una pantalla) y hasta el propio orden escenográfico (la pantalla más alta se ve a medias desde las primeras gradas). Todos son códigos teatrales que, en manos de un director con oficio dramatúrgico, habrían sido mejor articulados.
El trasfondo de esto es que, al igual que el año pasado, hay una clara intención de abrir paso a una nueva generación de hacedores de vendimias, y eso es más que positivo porque hablamos de una fiesta que pide desde hace años una renovación: el mensaje ecologista, el año pasado, es un buen ejemplo de cómo podemos ser tradicionalistas y actuales al mismo tiempo. Sin embargo, en este punto “Coronados de historia y futuro” se acurrucó en una tibia zona de confort y prefirió no salir de allí. Acorralado, encima, por la austeridad.