Pedro Meier tiene 63 años y es el único y último habitante de Quiñihual, un pequeño pueblo ubicado en la zona serrana del distrito de Coronel Suárez, en la provincia de Buenos Aires. Asegura que “se siente protegido en la soledad” y que ve todo lo que está ocurriendo respecto a la pandemia por coronavirus.
Meier atiende un viejo almacén de ramos generales que tiene 130 años. “Veo por televisión todo lo que está pasando, hay miedo en el campo, nadie quiere ir al pueblo”, cuenta este único habitante que vive gracias a lo que compra la gente que vive en estancias cercanas.
“Los caminos rurales están todos bloqueados y mucha gente no puede salir”, continúa. Ocurre además que el almacén es el punto de encuentro de los puesteros y antes de la pandemia, todas las tardes, al caer el día, era común que un pequeño grupo de no más diez personas se juntaran. “Ahora, hay días que pasan una o hasta dos personas”, aseguró.
El almacén de don Pedro está muy bien conservado a pesar de estar ubicado en un pueblo que no figura en los mapas de la Argentina y que tampoco aparece en los carteles de señalización de las rutas. Su negocio es el único lugar que tienen las personas del campo que viven allí para abastecerse. Pan, fideos, arroz, yerba, leche, alpargatas, vino y caña son los elementos que más se ven en las estanterías. Su vecino más cercano está a cinco kilómetros. No se ven como antes. “Sabemos que estamos cerca y que estamos bien, pero no nos vemos”, explicó Meier a diario La Nación.
Este desconocido pueblo, que recibió el nombre de un antiguo cacique que moraba por la zona, llegó a tener más de 500 habitantes en la segunda mitad del siglo XX. “El ferrocarril nos daba vida, había bolseros que trabajaban todo el día”, ahondó Pedro. Los cereales eran embolsados manualmente. Empleaba a mucha mano de obra. “A veces tenían que dormir al aire libre, no alcanzaban las casas”, afirmó.
Y uego agregó: “En 1992, se cerró el ramal, y todo comenzó a desaparecer”. Bolseros, tren y habitantes se fueron. “Duele que todo se haya producido tan rápido”, detalló Pedro con cierta emoción.
De las casas de los habitantes quedó poco y nada, la soja se lo llevó todo, ya que todo fue vendido para poder sembrar. La estación de tren, una escuela, un club (los tres abandonados) y el almacén de Pedro son los testimonios vivos de un pasado que la pandemia modificó en parte. “Se extrañan los asados, todos estamos esperando el día que podamos volver a hacerlos”, dijo pedro. Esto se debe a que los fines de semana, un grupo de amigos se juntaban en el almacén para compartir la soledad, algún costillar y unas copas de vino.
Según detalló La Nación, el pueblo, o lo que fue de él, está a 30 km de Coronel Pringles y 50 km de Coronel Suárez, ambos distritos están en Fase 5, en la nueva normalidad. Para llegar hasta esta etapa, la cuarentena y el confinamiento fueron severos. El tránsito por los caminos rurales, vías por las cuales los lugareños iban hasta las ciudades cabeceras, se bloquearon, disminuyendo el tráfico. “Solamente quedamos los que vivimos en el campo”, afirma Pedro. En su pueblo, quedó él solo.
“Todo se cortó, no pasa nadie”, asegura. “Amagamos con darnos la mano, pero sabemos que no podemos”, afirma cuando ve pasar a algún conocido. “Cuando pase la pandemia, vamos a quedar con miedo un tiempo más”, sostiene Pedro.