Desde hace casi un mes, Sabrina es otra persona. Ya no sonríe ni proyecta. Vive minuto a minuto esperando el milagro que necesita su hijito Máximo, de cinco años, que el 14 de julio último cayó a una pileta y casi muere.
Los médicos le anticiparon que Máximo no será el mismo; que el daño cerebral que sufrió es irreversible. Pero ella se aferra a Dios y asegura que existe un plan para cada uno. Y que jamás se dará por vencida.
Sabrina, quien también se aloja en la Casa Ronald Mc Donald (como la mamá de Gael, otra historia contada por Los Andes), mientras Máximo permanece en la terapia intensiva infantil del Hospital Notti, llora sin consuelo cuando recuerda aquel episodio que casi termina con su pequeño hijo.
Empleada de limpieza de un restaurante y hotel del departamento de San Martín, que posee una pileta al fondo, decidió llevar al nene a su trabajo. No tenía quién lo cuidara.
“Fue un segundo. Lo encontramos flotando, inconsciente. Me dicen que la falta de oxígeno en la sangre le dejará secuelas, pero Dios no hace las cosas a medias”, se autoconvence, entre lágrimas.
Fanático de River Plate, amante de la pelota y alumno inquieto del Jardín Mellado de San Martín: así solía ser este morocho de rostro pícaro que amaba cantar y bailar con su mamá. Muy distinto al de estos días, un chiquito inmóvil que lucha por su vida en una unidad de terapia, inconciente y conectado a cables y monitores.
“Le hablo y siento que me escucha. Tengo fe y pongo todas mis oraciones en este equipo maravilloso que lo atiende”, se esperanza Sabrina, otra mamá guerrera que agradece más allá de la adversidad.