La vida se asemeja a un trozo de arcilla que se moldea y, para que llegue a convertirse en la pieza que buscamos, debe respetar el ritmo de la naturaleza, de las estaciones. Si se apura, por ejemplo, y se mete al horno antes de que esté totalmente seca puede romperse y hasta estallar en pedacitos.
Eso entendió Ana Simionato cuando decidió dejar su empleo después de nueve años como curadora en Killka, el espacio de arte de Bodega Salentein, para forjar su propio taller de cerámica, salón de clases y tienda, a metros de la plaza de Chacras de Coria. El desencadenante del cambio fue una enfermedad autoinmune: el lupus.
“Creo en eso de que el cuerpo se manifiesta. No reniego del trabajo que tenía porque me encantaba. Pero me sentía incompleta; había algo que debía cerrar allí”, reflexiona la artista visual a la vez que destaca que el punto de partida del lupus fue justamente en las manos -su herramienta de trabajo-. “Un día se me hincharon, al otro día me empezaron a doler y luego el dolor se extendió a otras articulaciones. Fue gradual, pero muy rápido al punto que después no podía trasladarme por mis propios medios”, detalla.
Aquellos días pasaron; actualmente el lupus “está en remisión, como que se quedó dormido”. La explicación de Ana es que estas enfermedades autoinmunes tienen que ver con el estrés. Y aunque hizo el “tratamiento heavy” indicado por el médico, está convencida de que el trabajo la ayudó. “Vas con los tiempos del material. No con los tiempos que vos querés. Vas a otro ritmo”, asegura esta mujer que en octubre cumplirá 39 años.
Eso se respira en el ambiente. Como un refugio del trajín cotidiano, cuando uno entra al espacio de Ana -que lleva adelante junto a su pareja Nico- también se sumerge en un lienzo en blanco que invita a bajar los decibeles y poner en pausa el mundo exterior. Las paredes, el mobiliario, la iluminación refuerzan esa blancura que conecta con la creatividad; hasta Loba y Ternura, sus “hijas” perra y gata, aportan tranquilidad.
Incluso en la tienda donde se exponen sus cerámicas, algunas de sus pinturas, las obras de Nico (que también es artista plástico) y otros productos de artesanos mendocinos guardan coherencia con la estética y el espíritu del lugar.
“Mucha gente busca la cerámica como una terapia. Como cualquier actividad artística, te hace estar presente. Es como que cuando vos estás creando, se detiene el tiempo y si no estás en el momento, la pieza se quiebra o le pasan cosas. A mí me ha enseñado a ser más paciente, a aprender del error”, apunta y asegura que eso se extrapola a la vida cotidiana. “No te digo que soy un ser de luz -bromea-, pero sí aprendés.”
Las raíces
Anabel -su nombre real, aunque sólo la llama así su mamá cuando aún la reta, confiesa entre risas- es la mayor de cuatro hermanos. Le siguen Estefi que es arquitecta y vive en Sevilla, Regina que es psicopedagoga y psicomotricista, y Francisco que es enólogo. “Todos hacemos algo que tiene que ver con la creatividad”, señala y explica que su mamá docente y su papá enólogo los estimularon a realizar actividades artísticas y que nunca los condicionaron.
La escuela primaria a la que fue (Manantiales, que ya no existe) también contribuyó. “Aprendíamos a través del arte. Teníamos como profes a Daniel Bernal, Eduardo Salinas, Pinti Saba”, especifica. En el Colegio Universitario Central continuó este camino: “Me metí en pintura con Claudia Peralta y después en cerámica”.
Así llegó a la facultad de Artes de la Universidad Nacional de Cuyo, donde se recibió de licenciada y profesora de Artes Visuales. Pero fue en Brasil donde, gracias a una beca, se metió de lleno en el mundo de la cerámica junto a Lalada Dalglish. Después siguió alimentando su pasión en Chile, donde vivió otro año.
De regreso en Mendoza, desembarcó como pasante a través de la facultad en Killka. Después quedó como asistente de arte de la curadora que era Julieta Gargiulo, hasta que ella se fue y Ana asumió el rol. “Mi primera muestra la organicé para Eduardo Hoffman. Fue una presión muy grande porque es un artista muy reconocido. Salió bien y de allí empecé a organizar cuatro muestras al año”, cuenta.
Sin embargo y a pesar de que el trabajo le encantaba y de que aprendía mucho, Ana sentía que estaba demasiado en la gestión y que no tenía tiempo para crear. Por esos días, le descubrieron el lupus. Con unos ahorros se compró su primer horno y con dos colegas alquilaron el espacio en Chacras de Coria, donde ellas daban clases y Ana hacía cerámica.
Aún no salía de Killka. Su idea era tener un lugar para ir a trabajar cada tanto, pero empezó a vender las cosas que hacía en la feria del barrio Bombal y a dar clases.
“Fue orgánico el crecimiento. Me di cuenta de que, sin buscarlo, en el fondo estaba latente el deseo que se venía gestando desde el viaje a Brasil y la estadía en Chile. Por eso, creo que cuando arranqué no me costó tanto. Así pude dejar el otro trabajo y dedicarme de lleno a esto con todo lo que eso involucraba”, apunta agradecida por el apoyo que siempre le brindaron Nico y su familia.
Volver a hacer
“Empecé a hacer algunas cositas y a participar en la feria del barrio Bombal”, revive aquellos días en los que también arrancó dando clases. Fue paulatino. Cuando vio que tenía un espacio, que había gente interesada en lo que hacía, que había una necesidad, tomó la decisión. “No es ser kamikaze y largarse al vacío”, se sincera.
Así pasó de dar clases en la cocina -de la vivienda en Aguinaga al 1.436, del distrito lujanino- a una amiga y una mamá con su hijo a tener 10 alumnos; luego tuvo 20 y hoy hay 48 alumnos. “Ya es un espacio consolidado, con diferentes turnos y horarios que damos Nico y yo. Y he contratado a una exalumna que da también unos turnos”, señala y admite que el delegar le permitió dedicarse a las dos actividades: enseñar y crear.
“Tenía necesidad de expresarme a través de la cerámica y me quedó claro que ya no quería relegar el hacer, el producir… A veces, te hundís en la docencia y es difícil combinar todo”, confiesa y al repasar esos momentos concluye que “ha sido un aprendizaje”.
Pintura y cerámica
Además de la cerámica, Ana disfruta de pintar, su otra pasión que durante bastante tiempo dejó postergada hasta que se dio cuenta de que también era una necesidad para ella. “Hago las dos cosas. Pienso diferente”, aclara.
Desde su punto de vista, la cerámica es algo utilitario, algo que el otro se lleva como un producto artístico. “Es un poco más racional porque tenés que estar pensando en la funcionalidad, que no tenga los bordes tan gruesos si es una taza o un posillo, por ejemplo, o que resista la temperatura. Tenés que ser un poco más detallista y meticulosa.”
En cambio, con la pintura se siente más libre “porque es algo que sacás del inconsciente; es una parte de la creación. Te expresás y si al otro le llega y cómo, depende del otro”.
Sin embargo, tanto sus cerámicas como sus pinturas reflejan la simpleza y la coherencia de Ana Simionato. “El color de mis pinturas tiene que ver con el color de las cerámicas. Hay una conexión conceptual y estética. Hay un minimalismo, como una depuración”, detalla.
El emprendimiento también le da esa libertad. Actualmente, vive y se mantiene con la cerámica y las clases. “Si vendo una pintura, buenísimo; pero no pienso en eso. No estoy pensando que si no vendo tantos cuadros no puedo pagar el alquiler.”
El crecimiento
La constancia, el saber delegar, el aprender de los errores, el apoyo de sus seres queridos son los pilares que le permitieron crecer y que aquella cocina donde empezó dando clases a tres personas sea hoy una sala con estantes repletos con sus obras, que ya cuenta con varios hornos y un galpón con decenas de moldes y que, incluso, se ha extendido hacia el lote contiguo de un amigo.
Reconoce que otra pata importante en el desarrollo de su emprendimiento es el rodearse de gente afín. “Uno cree que puede solo con esto y no. Con Nico, aparte de mi pareja, somos un equipo de trabajo”, destaca a la vez que apunta que ya tiene dos empleados -Abril e Ismael, que fueron sus alumnos, a los que fue formando y en quienes confía plenamente-.
“Uno llena moldes, otro lija, yo estoy en el esmaltado. Hago el diseño y también modelo, pero delego parte del proceso en otras personas para poder tener una producción”, cuenta sentada junto a una mesita en la tienda, con té servido en tazas de su creación y un budín que ella misma horneó -porque también disfruta cocinar- que espera ser degustado en otra pieza de cerámica.
Esa explicación toma la verdadera dimensión en la recorrida por todo el taller donde una gran cantidad de obras -dispuestas en estanterías que rodean los diferentes espacios- aguardan el próximo paso de ese proceso.
“Yo me imaginaba más en la producción, en el taller. Tener una tienda me cambió un montón”, cuenta cómo se fue transformando su idea mientras se admite “re-lanzada” y perseverante. “Si pensaba en lo que se venía, tal vez me paralizaba un poco.”
Apasionada por lo que hace, ha podido acomodar los tiempos. Entonces a la mañana, se dedica más al taller: a preparar esmaltes, ver qué trabajos de los alumnos y propios hay que meter al horno, se organizan con Nico, Abril e Ismael. La tarde es para dar clases. “Siempre estoy aquí, salvo los miércoles que me he hecho el hábito de ir a pintar a otro lado porque no puedo concentrar en mi casa”, comenta feliz de poder dedicarse a lo que ama.
Un lugar en la plaza artística mendocina
Mendoza es una plaza chica y Ana sabe que no es fácil vivir del arte, que “muchos hacen malabares y tienen dos o tres trabajos para sostenerse”.
En su caso -considera- contribuyó su estética, ya que ha “tenido la suerte de que le guste a bastantes personas”. Encontró un nicho con su estilo minimalista.
“Si bien uno tiene referentes, siempre he sido fiel, muy intuitiva y he seguido lo que me gusta”, explica Ana, quien no se imaginaba cómo resultó su vida, pero sí se veía en el taller que estuvo tanto tiempo relegado y que hoy la hace sentir completa.
Un oficio que requiere paciencia
Ana Simionato -que se define como “una persona creativa, intuitiva, en construcción, que le gusta compartir y aprende de sus errores”- reconoce que en la cerámica muchas veces se encuentran trabas porque es un oficio muy complejo.
Ana advierte que a veces se ve sencillo, pero enumera que hay ocasiones en que salen cosas del horno mal. Influyen cuestiones de química, de tiempos, de roturas, del secado… “Muchas cuestiones del conocimiento específico que hay que manejar y tolerancia a la frustración”, reflexiona y concluye que la paciencia es fundamental.
Esa paciencia que cuesta encontrar en un mundo que se rige por la inmediatez y la urgencia. “A veces los alumnos creen que se van a llevar en el día lo que hacen y tarda más o menos un mes y medio en llevarse lo primero que hicieron”, señala Ana y argumenta que la demora en el secado, por ejemplo, depende si estamos en verano o en invierno.
Otra diferencia entre un cuadro y la cerámica es que “si pintás y no te gusta, tapás y listo”. En cambio, “en cerámica es romper y empezar de cero otra vez”. Este volver a empezar es el que requiere de paciencia. “Si no la tenés, la cerámica te la da. Es algo que se puede adquirir.”