No quería, por pudor, que lo llamaran escritor. Era, decía, él, “un periodista que escribe libros”. Pero uno mismo no suele ser el más apto para saber quién es, qué es cada uno, y si algo podía definir a Rolando López, justamente, era la palabra escritor. Porque incluso en las notas periodísticas más duras y ásperas, esas tan definitorias de lo que puede ser cada subgénero periodístico (por ejemplo, la crónica policial) dejaba aflorar lo que, en el fondo, movía sus intereses y explicitaba su talento: la pasión por contar historias.
¿Importa mucho, ahora, cuando sabemos que ha escrito sobre su propia historia ese punto tan final llamado muerte? Imaginemos que sí, que hay que contradecirlo también con eso, porque de él hay que hablar y no callar, como habría hecho con las historias que lo estimulaban tanto como su vicio malsano por el Tomba, el club de fútbol de sus amores.
Había nacido en 1967 y por los 90, cuando comenzó también como periodista, sin embargo, había otra faceta por la que muchos lo conocieron. Detrás de los platillos y los tambores, en recitales intensos y a veces, incluso, multitudinarios, Roly estaba sentado a la batería de una banda que marcó una época en Mendoza: Salvages Unitarios, en la que Marcelo Padilla fungía de “jaguereano” cantante.
Pero la pluma, o más bien la BIC y la computadora, iban a ser la compañía más constante y así fue que, en Los Andes, Rolando López empezó a destacar por su estilo. En la sección en la que mostraba su talento, y de la que después sería editor, el periodista encontró la horma de su zapato: las notas policiales, que empezó a escribir en 1997. El abordaje que de ellas hacía era, como no podía ser de otro modo, el de un escritor, que intenta no quedarse sólo con el hecho bruto de lo sucedido -la brutalidad de los casos suele ser, se sabe, muy común en esa sección-, sino ir más allá, y descubrir qué había para ser contado o, mejor dicho, narrado. Con un olfato indudable y, claro, muchas horas puestas detrás de cada historia, López ofreció así, por años, casos policiales pasados por su inconfundible tamiz, en el que, junto con las acciones, aparecía la carnalidad de los protagonistas.
Como una cosa lleva la otra, y eso bien lo sabía, así fue que un día se encontró con que varias de esas crónicas ya impresas podían conformar un libro y así publicó, cuando la década de la banda de rock ya había pasado, su primer libro: Partes diarios (2000, editorial Diógenes). Fue, al parecer, la compuerta que abrió un gran caudal de textos posteriores que tendrían final encuadernado. Quisiera o no reconocer su afán literario, además, se notaba que amaba los libros. Los planeaba con esfuerzo y obsesión, y los escribía con primor.
Mientras, junto con su tarea en Los Andes (diario que dejó tras mucho tiempo a fines de 2019), también fue periodista de otros medios y escribió para Perfil, la revista Veintitrés y algunas otras del exterior. También se dedicó, a veces, a la publicidad y fue “negro” literario, al ser contratado para escribir textos que no firmaba.
Tras la primera publicación dio el salto a la novela. Pero, como no podía ser de otro modo, fue una novela de no ficción, Entrevista con el bandido (2006, Diógenes), en la que reconstruyó la historia de Marcelino Altamirano, al que definió como “ex niño de la calle, atracador de bancos y pirata del asfalto, devenido en benefactor social”.
En ese entonces, también, sacó provecho de talleres de periodismo y literatura (los de Jorge Fernández Díaz, los de Emilio Fernández Cordón), ganó premios por sus crónicas (ocho de ellas fueron reunidas en un volumen titulado, apropiadamente, Ocho premiadas) y, por supuesto, siguió ofreciendo grandes crónicas en Los Andes y publicando otros libros, como Textos de periodismo para no morir en el bostezo (2009), la novela Hasta que vuelva a tenerte (2001, conmovedor relato de un padre mendocino separado de su hija) o ese libro del que hablaba con un orgullo inocultable: Canelo, el perro que esperó a su dueño durante 12 años (2015). Con la historia de ese animal, similar a la de la película Siempre a tu lado, viajó a España, donde también fue editado.
Los cambios y la crisis de los medios actuales, con ese vendaval digital que aún plantea desafíos a lectores y periodistas, no cambió, en esencia, su manera de entender las cosas. Sí le llevó a escribir sobre otros temas, no sólo policiales, y se permitió entrevistas y crónicas de espectáculos y hasta de alguna fiesta vendimial. Pero, siempre, con las historias como horizonte.
Hubo, además, un libro final, que fue acunando durante mucho tiempo, hasta que consiguió darle forma: El boxeador que sonreía demasiado (2020), sobre la figura de Andrés Lavorante, a quien anteriormente le había dedicado una gran crónica.
Fue esa su despedida de las letras y, podría decirse, su legado. Una muestra de su modo de ver las cosas: el rescate de una figura olvidada, la elaboración de su historia como si se tratara de una novela, los párrafos atrapantes, los finales conmovedores. Tal vez, dirá más de uno, un poco como su propia vida. Esa que ahora, por un maldito cáncer, duele despedir y que hoy cerró, también, con un punto tan final. Eso sí, demasiado pronto.