A 200 años del desembarco del Ejercito Libertador del Perú en Paracas

Constituyó la piedra de toque del avance de la Expedición en los territorios, ciudades y pueblos que se fueron pronunciado a favor de la independencia sobre la base de la coacción

A 200 años del desembarco del Ejercito Libertador del Perú en Paracas
Desembarco en Paracas

Estamos en vísperas de conmemorar el desembarco de la Expedición Libertadora al Perú liderada por José de San Martín. La Comisión del Bicentenario de la República del Perú, como las universidades y organizaciones de la sociedad civil se aprestan a celebrar el acontecimiento que socavó los pilares del último baluarte de los defensores de la monarquía española en la América del Sur.

La pandemia que azota al mundo y afecta de manera singular los países latinoamericanos exigió modificar el programa de la celebración que adoptó, como en otras partes, el formato virtual favorecido por las plataformas y recursos audiovisuales. Así, el 8 de septiembre, el día que la expedición hizo pie en Paracas-Pisco, promete ser evocado mediante una serie de actividades dispuestas a conectar pasado y presente en vista a reactualizar identidades y sentimientos de pertenencia colectivos que enlazan la historia del Perú con la del subcontinente.

La celebración constituye el primer eslabón de una cadena conectada de recuerdos que incluirá los festejos de la declaración de la independencia en 1821 y la que habrá de conmemorar el éxito de Sucre en Ayacucho de 1824. Tres fechas - tres conmemoraciones que destacan el flujo y reflujo de los ejércitos libertadores para extirpar el poder colonial en los antiguos territorios de los Incas.

El desembarco en Paracas constituyó la piedra de toque del avance de la Expedición en los territorios, ciudades y pueblos que se fueron pronunciado a favor de la independencia sobre la base de la coacción y una nutrida red de apoyos locales que, desde 1818, difundían impresos y proclamas esperanzadoras con el fin de insuflar el sentimiento patriótico y antiespañol. El progresivo avance del ejército y la incursión naval que bloqueó el puerto del Callao y atemorizó Lima, estimuló la independencia de Guayaquil, Trujillo, Lambayeque y Piura volcando las intendencias de la costa y el norte peruano a favor del ejército y su jefe.

Esa geografía craquelada de soberanías independientes habría de cumplir crucial en la estrategia política y militar de San Martín para traccionar sobre la rutilante Ciudad de la Reyes en medio de las negociaciones que mantuvo con el virrey La Serna que despertó desconfianzas entre los indígenas y negros expectantes de las promesas del Libertador. El humor popular no pasó desapercibido por el general quien supo, por medio de informantes secretos, “Que San Martin los entregue al Virrey”, resultaba inaceptable para los que venían operando a favor de “la Patria triunfante en Lima”. Más aún cuando ya se había difundido que el séquito del virrey había votado por la guerra, destruir la ciudad, retirarse al Alto Perú y “proclamar un descendiente de los Incas por rey” con la ilusión de sujetar la obediencia de los indios.

A esa altura, el movimiento de tropas patriotas había persistido en la sierra y avanzaba en la costa. A su vez, guerrillas de indios circundaban Lima activando el legendario temor de la elite limeña al tumulto y la furia plebeya nunca olvidados desde los levantamientos altoperuanos de fines del siglo XVIII. San Martín había sido explícito al subrayar que “el mismo desorden conque inevitablemente debe hacerse esta clase de guerra”, le había exigido depositar en “hombres de poco discernimiento y de un carácter arrojado”, la conducción de 600 hombres integrados en diferentes “partidas”. Todos habían sido distribuidos en las inmediaciones de Lima con el fin de hostilizar la capital, privarla de recursos, fatigar a las tropas, minar la opinión y difundir papeles y proclamas que fomentaran “el espíritu de deserción en sus soldados”.

El 10 de julio San Martín ingresó a Lima, la ciudad más atrayente del imaginario americano abonado desde su partida de Cádiz, cuidando preservar el orden público y obtener de las corporaciones urbanas el consenso activo de su autoridad. Esa nueva conquista supuso concesiones de naturaleza muy variada. Visitó al arzobispo, al ayuntamiento, a la nobleza titulada limeña, remplazó las guerrillas de indios por tropas regulares, limitó la leva de esclavos y castas para atemperar el malestar de los amos, se alojó en la fortaleza del Callao y sólo más tarde ocupó el magnífico palacio de los Virreyes. De manera simultánea, incitó al Ayuntamiento para que convocara a una Junta General de Vecinos Honrados y hacer explícita la “voluntad general” a favor de la independencia que se convirtió en anticipo de los rituales cívicos celebrados el 28 de julio de 1821 en las principales plazas de la ciudad cuando las corporaciones urbanas y el vecindario con el Protector a la cabeza, realizaron la solemne proclamación y jura del acta de la independencia.

Días después, San Martín encabezó el Protectorado del Perú. Una ingeniería institucional de linaje europeo cuyo último eslabón había integrado el repertorio de instrumentos de control territorial y político que Napoleón I había puesto en práctica en los pueblos y principados escindidos de la égida prusiana. No hay evidencia firme que el Libertador haya abrevado en esa tradición, aunque es probable que la elección de dicho artefacto haya reposado en la malograda reserva de experiencia del Río de la Plata revolucionario y en novedosas formas de gestión o administración de territorios libres escindidos de viejas jurisdicciones imperiales. En su lugar, el Protectorado peruano se fundamentó en el “imperio de la necesidad” que justificó la suma del poder político y militar sin injerencia en materia judicial. Un sistema gubernamental de naturaleza provisional que esquivó la reunión inmediata de congresos constituyentes con un doble propósito: frenar los “males” y evitar la “anarquía” e instalar la monarquía constitucional con un príncipe europeo en su cúspide por entenderla como ingeniería institucional adecuada frente al “estado social” de los pueblos americanos y regular la sucesión, esto es, domesticar la rivalidad entre partidos o iguales.

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