Hay datos económicos y sociales que son tan elocuentes que deberían ser discutidos en forma permanente, buscando explicaciones de por qué ocurren y tratando de ver cuáles son las soluciones posibles. Un caso que sorprende por la falta de conciencia de su gravedad es el ya largo estancamiento de la economía de nuestro país. Hace 10 años que la misma no crece, o más precisamente algún año lo hace y al siguiente pierde lo que ganó.
Un sube y baja que mantiene el mismo nivel de PBI en una década. Y como la población aumenta poco más del 1% anual, en consecuencia, el PBI y el ingreso por habitantes baja, se achica. Este fenómeno ocurre en muy pocos países, en lapsos tan prolongados. Venezuela es un caso extremo al igual que algún país africano. Por el contrario contrastan en la región ejemplos como el de Perú con un cuarto de siglo de crecimiento económico con muy baja inflación, similar al de Chile que ya nos supera en ingreso por habitante.
Si por otro lado se tiene en cuenta que desde hace un par de décadas hay un fenómeno generalizado -tanto en los países avanzados como en los emergentes- de concentración de la renta y la riqueza, no puede sorprendernos ni la proporción de población por debajo de la línea de pobreza, ni tampoco la ostensible mejora de unos pocos sectores que se expresa en viviendas y autos lujosos y viajes al exterior. Existe también un consenso amplio entre economistas que el brutal crecimiento del peso del Estado es el causante de la pérdida de productividad y competitividad de la economía y el consecuente estancamiento de la misma.
Los datos hablan: el gasto público consolidado pasó de ser el 24,8% del PBI en 2002 al 42,4% en 2016, nivel que se ha mantenido en los dos últimos años. La presión tributaria se ubica algo por encima del 35% y dada la alta proporción de elusión y evasión fiscal, la carga tributaria sobre los que pagan todos ya sobrepasa el 50% de sus ingresos. La estructura tributaria diseñada a golpe de las necesidades de aumentar los ingresos para pagar el gasto creciente, carece de racionalidad y razonabilidad. Un trabajo reciente del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF), que dirige el destacado economista Nadin Argañaraz, ha provocado amplio impacto sobre este asunto.
El trabajo lleva el contundente título: “Vademécum tributario argentino 2019: 163 tributos legislados por Nación, Provincias y Municipios”. El informe de 33 carillas es muy ilustrativo, las primeras 12 son un análisis de los economistas y las 21 restantes el listado de los impuestos, donde se analizan los tributos nacionales, provinciales y municipales, sintetizando en cada caso cuál es el hecho y la base imponible. De los 163 impuestos, 40 son nacionales, 41 provinciales y el resto municipales. El listado incluye los impuestos propiamente dichos, las tasas percibidas por el servicio prestado por el Estado y las contribuciones que surgen de la obtención pasiva de un beneficio como obras de riego o asfaltado de calles.
Una observación del estudio es que la delimitación constitucional en materia de tributos se encuentra muy diluida a consecuencia de las sucesivas delegaciones por las cuales los principales impuestos tanto directos (ganancias, bienes personales, entre los principales); como indirectos (IVA, cheque) son legislados y recaudados exclusivamente por la Nación y luego coparticipados a las provincias. Muy interesante es el criterio utilizado. Se trata de considerar que una exacción es un tributo, si implica que un agente del sector privado se vea en el deber de realizar la aportación a un organismo estatal.
Referido a los tributos municipales, destaca la enorme disparidad y heterogeneidad que existe en el cobro de los mismos que recaen sobre los más variados agentes económicos, con amplias diferencias en cuanto a la aplicación de los tributos y la magnitud de la carga impuesta por cada uno. Más sorprendente aún es que el 90% de la recaudación se concentra en 10 tributos, 9 nacionales y uno provincial, ingresos brutos. En contraposición unos 153 tributos recaudan el 10% restante.