Hace unos cuantos días, The New York Times publicó un informe sobre una sociedad que está siendo socavada por una desigualdad extrema. Esta sociedad alega que recompensa a los mejores y más brillantes sin consideración a los antecedentes familiares.
En la práctica, los hijos de los ricos se benefician de oportunidades y conexiones que no están disponibles para hijos de las clases medias y trabajadoras. Además, quedó en claro a raíz del artículo que la brecha entre la ideología meritocrática de la sociedad y su realidad cada vez más oligárquica está teniendo un profundo efecto desmoralizador.
El informe ilustró en pocas palabras la razón por la cual es destructiva la desigualdad extrema, por qué suenan huecas afirmaciones de que la desigualdad de ingresos no tiene importancia mientras haya igualdad de oportunidades. Si los ricos son mucho más ricos que el resto, a grado tal que viven en un universo social y material por entero diferente, ese hecho en sí no tiene sentido de noción alguna de las mismas oportunidades.
Por cierto, ¿de qué sociedad estamos hablando? La repuesta es: la Facultad de Negocios de Harvard, institución de élite, ahora se caracteriza por una marcada división interna entre estudiantes ordinarios y una subélite de estudiantes de familias acaudaladas.
El punto, por supuesto, es que como le va a la facultad, le va a Estados Unidos, solo que incluso más; punto transmitido efectivamente con los recientes datos sobre ingresos de contribuyentes fiscales.
Los datos en cuestión han sido compilados a lo largo de la última década por los economistas Thomas Piketty y Emmanuel Saez, quienes usan números del IRS (Hacienda Pública) para estimar la concentración de ingreso en los estratos superiores de Estados Unidos.
Con base en sus estimados, los porcentajes de mayores ingresos recibieron un golpe durante la Gran Recesión, a medida que aspectos como ganancias de capital y bonos de Wall Street se agotaron temporalmente. Sin embargo, los ricos han regresado con estrépito, a grado tal que el 95 por ciento de los progresos de la recuperación económica desde 2009 ha ido al famoso 1 por ciento. De hecho, más de 60 por ciento de las ganancias fueron al 0,1 por ciento superior, personas con ingresos anuales de más de 1,9 millón de dólares.
Esencialmente, si bien la gran mayoría de los estadounidenses sigue viviendo en una economía deprimida, los ricos se han recuperado prácticamente de todas sus pérdidas y están progresando vigorosamente.
Un aparte: estas cifras finalmente deberían (pero probablemente no lo logren) acabar con alegatos de que la creciente desigualdad tiene que ver totalmente con que a los muy educados les está yendo mejor que a quienes tienen menos capacitación. Solo una pequeña fracción de los graduados universitarios logra llegar al afortunado círculo del 1 por ciento.
En el ínterin, muchas personas jóvenes con educación, incluso la mayoría, están enfrentando momentos muy difíciles. Tienen sus diplomas, a menudo adquiridos a expensas de onerosas deudas, pero muchos siguen desempleados o subempleados, en tanto muchos más descubren que están empleados en puestos que no aprovechan sus costosas educaciones. El graduado universitario que sirve “lattes” en Starbucks es un cliché, pero refleja una situación muy real.
¿Qué está impulsando estas enormes ganancias en la cúspide? Existe un intenso debate con respecto a ese punto, al tiempo que algunos economistas siguen alegando que ingresos increíblemente altos reflejan comparablemente contribuciones increíbles a la economía. Supongo que yo notaría que un gran porcentaje de esos ingresos súper altos vienen de la industria financiera, que es, como ustedes pudieran recordar, la industria que el contribuyente fiscal tuvo que rescatar después de que su inminente colapso amenazara con llevarse abajo a toda la economía.
Pero, en cualquier caso, sin consideración a lo que está causando la creciente concentración del ingreso en la cima, el efecto de esa concentración es socavar todos los valores que definen a Estados Unidos. Año a año, nos estamos apartando de nuestros ideales. El privilegio heredado está orillando cada vez más a la igualdad de oportunidad; el poder del dinero está expulsando a la democracia efectiva.
¿Entonces, qué puede hacerse? Por el momento, el tipo de transformación que tuvo lugar bajo el New Deal -una transformación que creó una sociedad de clase media, no solo a través de programas gubernamentales, sino incrementando en gran medida el poder de negociación de los trabajadores- parece fuera del alcance en términos políticos. Sin embargo, eso no significa que deberíamos renunciar a medidas más pequeñas, iniciativas que al menos hagan un poquito por nivelar el campo de juego.
Consideremos, por ejemplo, la propuesta de Bill de Blasio, quien terminó en primer lugar en las primarias demócratas y probablemente sea el siguiente alcalde de Nueva York, de suministrar educación universal previa al jardín de niños, pagada con un pequeño impuesto a aquellos que tengan ingresos superiores a 500.000 dólares.
Los sospechosos usuales, por supuesto, están gritando y hablando de sus sentimientos heridos; han estado haciendo eso mucho en estos últimos años, incluso al tiempo que han sido sumamente exitosos. Sin embargo, esto es exactamente el tipo de cosa que nosotros deberíamos estar haciendo: gravando al rico cada vez más rico, cuando menos un poco, para acrecentar la oportunidad para los hijos de los menos afortunados.
Algunos expertos ya están sugiriendo que el inesperado ascenso de Blasio es la principal ventaja de un nuevo populismo económico que sacudirá a todo nuestro sistema político. Eso parece prematuro, pero espero que estén en lo correcto. Esto porque la desigualdad extrema sigue en aumento y está envenenando a nuestra sociedad.