A pesar de que la inestabilidad -económica y política- golpeó al país esos seis años, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda se realizaron grandes avances, presididos por una importante expansión agrícola. Los argentinos comenzamos a exportar carnes congeladas. Nuevos ramales de trenes nos comunicaban, brotando pueblos a la vera de los mismos. La red ferroviaria prácticamente se duplicó.
Veníamos de décadas de enfrentamientos sangrientos, seguíamos algo inmersos en el caos, pero al fin se daban las condiciones mínimas para construir. El Estado comenzó a gestarse con Mitre, sobre una Constitución conquistada por Urquiza e inspirada en Alberdi; Sarmiento sembró escuelas sobre la barbarie y Avellaneda expandió las fronteras, dando a Argentina su actual inmensidad territorial. Todo se consolidó en manos de Roca, que entregó al siglo XX una nación firme. Fueron años de políticas de Estado, vaticinadas tiempo antes por el mismísimo Sarmiento en el Facundo: "Momento grande y expectable para los pueblos es siempre aquél en que una mano vigorosa se apodera de sus destinos".
Se trataba de un país joven y pujante, que con la Ley de Inmigración abrió las puertas a "todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino". Gobernar era poblar. La carencia de habitantes animó dicho espíritu en la clase política y, consecuentemente, se gestaron herramientas oportunas para concretarlo. De acuerdo a esto, el 1 de mayo de 1876, en su mensaje de apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso Nacional, el presidente Avellaneda señaló: "Podemos distribuir mejor la inmigración, extendiéndola por todo el país, radicarla y ofrecerle un incentivo con la adquisición de la propiedad territorial, abriéndole en el exterior al mismo tiempo nuevas corrientes. Economicemos sobre todos los ramos de los servicios públicos, pero gastemos para hacer más copiosas y fecundas nuestras corrientes de inmigración. El agente maravilloso de la producción, el creador moderno del capital es el inmigrante y afortunado el pueblo que puede ponerlo a su servicio, porque llevando consigo la más poderosa de las fuerzas renovadoras no tendrá sino perturbaciones transitorias y será constante su progreso. No hay gasto más inmediatamente reproductivo que el empleado en atraer al inmigrante y en vincularlo al cultivo del suelo".
Argentina invitaba al mundo a habitarla, favoreciendo un aluvión inmigratorio que, envolviendo el componente criollo, dio cuerpo a nuestra identidad. Precisamente por ser un tema tan referencial, cualquier planteo sobre aspectos migratorios genera impacto. Lo vimos esta semana con el revuelo generado por el Proyecto de Ley de Reciprocidad cuya intención es limitar el gasto sin control en atención médica y educativa que prestamos, de modo gratuito, a quienes no habitan este territorio.
Efectivamente, lo que somos se gestó en torno a un proceso de riqueza multicultural, pero para que esto sucediera los inmigrantes eligieron
Argentina como destino. Nunca se consideró a los extranjeros que estaban "de paso" parte del proceso. Incluso, la misma Ley Avellaneda (1876) distinguió a los inmigrantes de los "viajeros" (extranjeros que no se establecían en el país).
Quizás sea hora de comenzar a tomarnos a nosotros mismos con mayor seriedad, dejando de lado discursos infantoprogresistas que detienen cualquier avance y apoyar todo aquello que apunte a darnos normalidad.