Existe un aparente consenso en la Argentina acerca de que su sistema de Justicia no está funcionando bien. Y decimos aparente porque las explicaciones que dan unos y otros para criticarlo son muy diferentes y a veces hasta opuestas. El Poder Judicial no puede escapar a la enorme grieta que sigue dividiendo a los argentinos.
Algunos dicen que la Justicia, en particular la federal, no funciona porque está demasiado influenciada por los gobiernos y por los cambios de gobierno, vale decir, que sigue la corriente que expresan en cada oportunidad los que son elegidos por el voto popular.
Otros sostienen que la intromisión de todos los gobiernos es descarada y que en los hechos la Justicia siempre termina partidizada ya que son los integrantes del Poder Ejecutivo los que instruyen a los miembros del Poder Judicial acerca de las posiciones que deben adoptar.
Ambas apreciaciones han tenido, quizá no en todos los gobiernos, pero sí en muchos, pruebas de veracidad, porque es cierto que se han verificado tendencias de los jueces a adaptarse a los dictados del poder político, como exigencias del poder político para dirigir las acciones de los jueces.
Son ambas, dos de las grandes enfermedades que hay que curar para tener una Justicia sana, eficiente, capaz de satisfacer las expectativas ciudadanas que no son más que las de que se cumpla efectivamente la ley.
Sin embargo, existen otras críticas a la Justicia que son más complejas: hay quienes dicen que la ineficiencia del sistema judicial hace que sea demasiado lento el procesamiento de los múltiples acusados de corrupción en relación con el Estado, trátese de funcionarios como de empresarios implicados en la obra pública. Pero, por el otro lado, están los que afirman que lo que se ha hecho en materia de corrupción no es tal pese a que en estos últimos años se ha detenido o procesado por esta temática a más personas que en cualquier otra época de la historia. Se trata de dirigentes de determinados partidos o determinadas ideologías para los cuales los detenidos por corrupción son “presos políticos”, en vez de considerarlos delincuentes comunes que operaron en el ámbito de la política. Y esa discusión amenaza con hacerse más amplia en los próximos tiempos.
Lo cierto, para intentar aclarar estas cuestiones, es que en primer lugar se debe continuar bregando desde las instituciones republicanas y desde la voz y el reclamo de los ciudadanos para que la Justicia y la Política sean dos ámbitos públicos autónomos como bien lo establece nuestra Constitución, y para ello es preciso eliminar muchas promiscuidades en la relación entre ambos poderes que aún permanecen.
Pero luego, se debe seguir hasta las últimas instancias con los juicios contra todos aquellos que ofendieron a la república democrática al acceder a cargos desde los cuales buscaron los atajos que ofrece la corrupción en vez de la decencia que el pueblo les exige. Sería una gravísima situación para la República que bajo la excusa de considerar presos políticos a los presuntos delincuentes, se los trate de indultar o liberar mediante todo los tipos de subterfugios que permite el poder mal usado.
Una cosa es discutir acerca de las condiciones para imponer la prisión preventiva a los que aún no tienen condenas, pero muy otra es apoyarse en esa cuestión para insistir con la inocencia de los imputados atacando al sistema de justicia, vale decir, efectuando una crítica justa para lograr que no se haga justicia.
La República nunca podrá alcanza su plenitud si el sistema democrático no es capaz de llevar hasta su culminación los procesos judiciales capaces de determinar con la máxima precisión posible la culpabilidad o inocencia de los procesados por evidentes desfalcos cuya existencia está fuera de toda duda, pero que ahora, con los posibles cambios de gobierno, algunos pretenden negar como si nunca hubieran ocurrido.
En síntesis, la Justicia independiente es una de las grandes asignaturas pendientes en el sistema institucional argentino, pero la lucha frontal contra la corrupción que desde el poder político y económico hirió gravemente la moral y el patrimonio del país, debe ser un objetivo al cual ningún gobierno puede renunciar, so pena de devenir cómplice del mal.