Sin gas

La “década ganada” fue pura pérdida en materia energética. Toca asumir y corregir el desastre. Pero el gobierno no ayuda.

Sin gas

Una persona arrodillada y con la cabeza en un horno, con el paso de gas supuestamente abierto, fue durante décadas una forma habitual de los humoristas para dibujar un suicida. En la Argentina de la “década ganada”, la imagen ganó y perdió sentido. Lo ganó, porque el país cometió un verdadero “suicidio gasífero” (y, en general, energético). Pero también lo perdió, porque el país se quedó sin gas.

El actual mamarracho con las tarifas, que entraron en un laberinto judicial y regulatorio en el que los usuarios no saben aún qué hacer con las facturas que les llegaron o llegarán, es producto de errores en cadena del gobierno de Mauricio Macri: no convocar a audiencias públicas, no enfatizar de entrada que la prioridad de la nueva etapa debía ser el ahorro y la eficiencia en el uso, no aplicar los aumentos gradualmente y empezar en verano, de modo que los usuarios pudieran ir viendo la evolución de sus facturas, estuvieran alertas y pudieran calibrar mejor su consumo invernal y -finalmente- no explicar el legado energético del kirchnerismo y comunicar con claridad y sencillez que la energía no es sólo un insumo clave de la producción y la calidad de vida modernas, pero que su nivel de consumo y modo de generación son también indicadores relevantes del cuidado (o no) del ambiente y de la sostenibilidad (o no) de nuestro estilo de vida.

A diferencia de Brasil, donde el gas es la “fuente primaria” de 13% de la energía, o de Chile, donde representa 10%, o de Uruguay, que en la última década logró el prodigio de generar 96% de su energía a partir de fuentes renovables, el gas es el combustible de origen de casi la mitad de la energía que consumimos los argentinos, sea como fuente de calor, insumo para la generación de electricidad o combustible de transporte.

El gas es también la mejor muestra de la ruinosa política energética de la era K. Entre 2005 y 2015, mientras en Norteamérica (Canadá, EEUU y México) su producción aumentó 31%, en Sudamérica y América Central 29% y en el mundo 27%, en la Argentina declinó 20%. No fue el caso que adaptáramos nuestro nivel de consumo, que en ese mismo período aumentó 19%.

El contraste con el mundo es aún más marcado en la evolución del volumen de “reservas probadas”, que aumentaron 64% en Norteamérica, 12% en Sudamérica y América Central y 19% en el mundo, mientras en la Argentina caían 25%. En consecuencia, nuestro “horizonte” de reservas gasíferas (su volumen, medido en años de consumo), que en 1995 había llegado a ser de 20 años, era de 16 cuando asumió el kirchnerismo y cayó a menos de 8 al cabo de la “década ganada”.

La evolución de la producción, el consumo y las reservas fue producto de clavar el precio del gas, alentando el consumo a niveles de derroche (piletas privadas climatizadas, calefacción de veredas, refrigeración continua de grandes residencias todo el verano, etcétera), desalentando la inversión en exploración, dejando que la producción se limite a poco más que los pozos existentes y ajustando la diferencia con importaciones crecientes.

Hasta 2004, la Argentina exportaba gas a Chile. Desde entonces, importó cantidades crecientes: por gasoducto de Bolivia y por barco de Trinidad y Tobago, Egipto, Nigeria, Noruega y Catar. En 2015, casi un tercio del gas consumido en la Argentina fue importado. La importación por buques “metaneros”, que en 2008 se publicitó como respuesta de emergencia a un invierno particularmente duro, se hizo permanente.

Desde entonces se contrataron casi 600 cargas. Una de ellas, por 57 millones de dólares, que de hecho se pagaron, fue contratada por el gobierno vía Contrater Consulting, una sospechosa consultora española vinculada al ex ministro menemista Roberto Dromi, asesor informal de Julio De Vido, pero nunca llegó a la Argentina. El “barco fantasma” es otro episodio oscuro por el que debe responder el otrora poderoso ministro de Planificación de doce años y medio de gestiones K.

La desaprensiva política energética y gasífera llevó también a dislates de política exterior, como el fallido cortejo al dictador de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, y el descaminado intento con Angola, país con el que se buscó un acuerdo de intercambio de alimentos por combustibles en una rocambolesca misión organizada por el secretario de Comercio Guillermo Moreno.

En ella, para halagar a su anfitrión, el también dictador José Dos Santos, la entonces presidenta Cristina Fernández llegó a decir que el supuesto salvador de San Martín, el soldado Cabral (de cuya existencia los historiadores tienen serias dudas) era angoleño.

Otro hito de la “diplomacia del gas” fue un preacuerdo con Qatar Gas, empresa controlada por la familia real catarí, para la importación de gas por barcos por nada menos que 50.000 millones de dólares a lo largo de un quinquenio. De Vido, factótum del acuerdo, al fin desistió ante denuncias de negociados.

Los Cirigiliano, dueños del grupo Plaza, enjuiciados por dádivas al secretario de Transporte Ricardo Jaime y principales receptores de subsidios al transporte en la era K, habían creado previamente una trader de gas en Doha, la capital catarí, apropiadamente llamada Cometrans Qatar.

Los profetas del “vivir con lo nuestro” y campeones de la “soberanía hidrocarburífera” (en nombre de la cual reestatizaron YPF, que luego, en acuerdo secreto con Chevron, creó cuatro empresas en paraísos fiscales fuera del alcance de la justicia y la soberanía argentinas) dejaron así un país con dependencia energética y tarifas irreales, apoyadas en subsidios y déficits insostenibles.

La Argentina debe asumir y corregir ese desastre. Sería útil que, para empezar, el Gobierno deje de cometer tantos errores.

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