Después del primer trago, Pedro, aún mascullando la bronca, arrojó:
-La siesta es sagrada. Tendría que figurar en la Constitución. Dormir la siesta debería ser un derecho y un deber de todos los ciudadanos.
Esto sucedió un miércoles, tipo siete de la tarde, en una de las mesas que hay en la vereda del café "Los Ángeles" de calle Gutiérrez. Hacía diez segundos que el Willy, el mozo del lugar, nos había dejado un par de "cubanitos" bien calientes (especialidad de la casa), cuando Pedro comenzó a esgrimir su encendido discurso acerca de lo fundamental e impostergable que es la siesta mendocina. ¿La razón? Unas pocas horas antes, un telemarketer porteño al que jamás habría de conocer (como para bajarle los dientes), le había hecho sonar el teléfono de la casa a las tres de la tarde, en plena siesta, para hablarle de los beneficios de no sé qué medicina prepaga, haciéndole perder el sueño de manera definitiva.
-Debería figurar en el Preámbulo -reanudó Pedro-. De entrada nomás debería decir: "Nos, los representantes del pueblo de la Provincia de Mendoza, reunidos en Convención después de una siesta religiosa..."
-"Religiosa" en mayúsculas -apoyé.
-No, no sé... -dijo él con una seriedad que me alertó, como poniéndome un freno, como advirtiéndome de que no hablaba en joda-. No sé... en mayúsculas no la veo. Las mayúsculas transmiten cierta obligatoriedad desmesurada. Y Dios es amor, ¿entendés?
-A ver...
-No, en mayúsculas no -continuó Pedro sin dar demasiadas explicaciones teológicas-. Pero sí en negritas. "Reunidos en Convención después de una siesta religiosa". En negritas. Porque es importante evidenciar un auténtico compromiso de fe para con la almohada después del almuerzo. Y cuando hablo de "auténtico compromiso de fe" me refiero a que debería estar avalado y promulgado por la autoridad eclesiástica local. En este caso, por monseñor Arancibia.
-Por monseñor Arancibia -repetí, algo absorto. Parecía un chiste.
-Por monseñor Arancibia, sí. La Constitución ha sido escrita por hombres de una inquebrantable fe católica. ¿No dice, acaso, en el mismo Preámbulo: "... invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia"? Bueno, ahí tenés: es un asunto eclesiástico. Monseñor Arancibia debería tomar cartas en el asunto.
Yo fruncí el entrecejo, cada vez más confundido. No sabía si reírme o qué. Hice el esfuerzo mental de rebobinar unos minutos en el tiempo: necesitaba entender en qué momento de la conversación se había pasado de un inoportuno telemarketer porteño... a monseñor Arancibia.
-Hay que hablar con él -insistió Pedro, postergando mi razonamiento.
-¿Con quién? -yo empezaba a preocuparme.
-Con monseñor Arancibia. Es el único que puede hacer algo por la siesta.
-¿Vos me estás hablando en serio?
Pedro me dedicó una expresión seria, la más adusta de sus miradas.
-Si hay alguien capaz de investir a la siesta de carácter "sagrado", ése es monseñor Arancibia. Él es nuestra única esperanza. ¿Hasta cuándo vamos a tener que tolerar interrupciones telefónicas, visitas inesperadas o noticias superficiales en horas de la siesta? Esto se tiene que terminar, Iñaki. Todo el mundo, sea mendocino o sea de Kuala Lumpur, tiene que saber que si interrumpe en horas de la siesta está cometiendo una violación a los derechos de las personas. Tan simple como eso.
Estuvimos en aquella mesa diez minutos más, mientras nuestros "cubanitos" iban disminuyendo. Pero fueron los diez minutos más tensos que recuerdo haber vivido en compañía suya alguna vez. Porque no volvimos a hablar en todo el rato. No sé qué habrá pasado por su cabeza durante aquellos minutos. Confieso que nunca lo había visto tan obsesionado con un tema, tan irreductible, tan fundamentalista. Estuve por sugerirle desenchufar el teléfono en horas de la siesta, pero no lo hice.
Al cabo de esos diez minutos, refunfuñó como si la cosa no tuviera solución, se levantó de la mesa, dejó sobre el mantel los billetes para el Willy y se encaminó hacia la calle San Martín.
Dijo que iba al Arzobispado.