Medieval en el porte y los suspiros. Medieval en el perfil gótico de los edificios que rodean a la irresistible Piazza del Campo. Medieval, hasta en los verdes de las colinas, de los viñedos, castillos y abadías. Medieval, en fin, es el adjetivo que mejor define a Siena, la ciudad del centro-norte de Italia que se aferra a los siglos idos.
De cuando Europa era un remolino de sombras, y aquí las luces (al menos las de la fe), las traían cientos de miles de peregrinos en paso por la Vía Francígena, un camino que partía del Reino Unido para cruzar el continente y llegar a la tumba de San Pedro, en Roma.
Resucitan en los sentires del viajero, testigo de las virtudes del cuadro, aquellas épocas románticas. Pero más lo hacen en las bondades arquitectónicas que habitan el municipio toscano.
En los 50 mil pobladores de tono campesino, italianos al máximo en eso de que las tradiciones son las tradiciones, que la familia ante todo, y la pasta se amasa a mano o nada.
Y en sus fiestas, como el célebre Palio (2 de julio y 16 de agosto de cada año), carrera que enfrenta a jinetes del siglo XXI como si se tratara del XV, ataviados a los usos y manías de entonces, mientras el público no grita, ruge. Es lacrar la postal con sello real. No se discute: el ayer vive en Siena.
La huella del Renacimiento
El paseo empieza por la Piazza del Campo. La explanada en forma de ostra, como un embudo de ladrillos al suelo (o un anfiteatro), hace las veces de bellísimo e insólito epicentro.
Linderas al espacio surgen algunas figuras estelares de la otrora aldea: la Capella di Piazza (o Capilla de la Plaza, construida en 1350 para agradecer a la virgen el fin de la fatídica peste negra), la Fonte Gaia (o Fuente de la Alegría, un lujo de mármol al aire libre), y sobre todo el Palazzo Pubblico (o Palacio Comunal, creado a fines del siglo XIII para servir al gobierno formado por señores feudales y nobles de Toscana).
De este último destaca una inmensa torre de casi 90 metros de altura, conocida como "Campanile". Símbolo de los primeros pasos del Renacimiento italiano (movimiento más adelantado que la versión de otros rincones del continente, como España), vino a decir en letra de metáfora que el Estado estaba al mismo nivel que la Iglesia.
Sobre el particular aporta datos la Fortezza Medicea. Un castillo que en las afueras convoca a la poderosa familia Medici, emblema de los profundos cambios políticos y sociales que se desatarían en el viejo continente.
También de la época del Renacimiento son el Palazzo Chigi (hogar de la Accademia Musicale Chigiana), el Palazzo Buonsignori (sede de la Pinacoteca Nacional) y el Palazzo Piccolomini. Más antiguos resultan la Piazza del Mercatto -arruinada tras ser convertida en estacionamiento público, como tantos otras plazas en Italia-, la sede de la Universidad de Siena (fundada en 1240, una de las primeras del mundo).
Al mismo período pertenecen construcciones religiosas como la Basílica di Santa María dei Servi, la Basílica di San Domenico, la Chiesa di San Francesco y Il Duomo di Siena. Es decir la Catedral: una reliquia del Gótico erigida en 1380, que alberga obras de Donatello y Duccio di Buoninsegna.
Viviendas como fortalezas
El resto del vasto tesoro lo componen en su mayor parte viviendas anónimas y hermosas, de fachadas inexpugnables y aberturas de fortaleza.
Se abren los portales, y en general los que asoman son ancianos (niños se ven poco, que esto es Italia). Ceño fruncido la nona y el nono, cargan algo de los abuelos que llegaron a tierras gauchas en barco y sin certezas.
Las calles viborean estrechas, adoquinadas y en pendiente, y es un regalo poder caminarlas sin apuros ni destinos.
Sobre los tejados -es un espectáculo verlos desde arriba, cubriendo las siestas de Siena-, viene seguido el agua, muy a tono con los campanarios del túnel del tiempo. Y señoras que, protegidas por los toldos, huelen la fruta como si en ello les fuera la vida.
Aquí, al costado y en los bucólicos alrededores que ya se están por visitar, pareciera que todo fuera pasado, y adorado.
En la ciudad o la campiña, ojo con cambiar la receta
"¿Ma che pomodoro? ¡Quella che tu vuoi e la Margherita!", o algo así dice el camarero, casi enojado por la observación del viajero. Ése que, ya cansado de comer pizzas tan pálidas, pidió que a la napolitana le pusieran salsa.
El otro, autoproclamado experto como todos y cada uno de los comerciantes del universo llamado Italia, dice que no, que la única que va con "pomodoro" es la Margherita (el equivalente a nuestra "Común") y que, en todo caso, es ésa la que uno quiere. La cara del "lavorante" roza la indignación. ¿Cómo es eso de andar pidiendo una napolitana con salsa?
Lo bueno de la anécdota es que convida rasgos antropológicos a cuatro manos. Lo malo, que deja sin nombrar a otras delicias menos famosas, pero muy de la provincia de Siena.
Como las carnes de caza (jabalí asado por ejemplo), los salames de cinta senese (marca registrada de la zona, hechos con cerdos criados en estado salvaje y de sabor inolvidable), el clásico minestrone toscano (una sopa "con tutti", cargada de vegetales, fideos tagliatelle y queso parmesano) y los pici (un tipo de espaguetis gruesos).
Para acompañar, aceite de oliva extra virgen con lo que haya, y cualquiera de los prestigiosos vinos locales (como el Chianti).
A estos últimos los engendran los olivares y viñedos de la región, bien acomodados ellos en el corazón de la campiña de Toscana. Un territorio repleto de historia (por aquí pasaron romanos, francos, lombardos, etruscos y otras civilizaciones) y de joyas naturales: las colinas del Chianti, el Parque de Val d´Orcia, el Val d'Elsa, el Lago de Montepulciano.
También de infinidad de pueblos con encanto, como Montepulciano, San Gimignano y Chiusi. Comarcas que, al igual que Siena, transportan al foráneo a un letargo indispensable.