Este viaje lo hice en julio de 2011. El motivo prioritario, aunque quizá sólo uno de los principales, fue conocer al esposo de ascendencia india de mi hermana, que vive en Londres y con el que se había casado el mes anterior.
No obstante, ya que estaba en el Viejo Continente, aproveché para recorrer por un lado la isla de Sicilia y por otro, los caminos del vino de Dijon, en el Este de Francia.
Sicilia era una materia pendiente. Es la tierra de mi padre, la de los relatos familiares, así que alquilé un auto en Palermo y me dediqué a recorrerla una semana completa por el circuito de autopistas costeras.
En Messina, frente al estrecho que entrelaza el Mar Jónico y el Tirreno, conocí la casa que habitaron los Lemmo, ahora deshabitada. Mi padre se vino a los 15 años a la Argentina, huyendo de la pobreza y de las tragedias de la Segunda Guerra.
En realidad, no sabía qué esperar de Sicilia, pero una vez ahí, realmente quedé boquiabierto por el paisaje, que alterna montañas, valles y playas. Está dominado casi todo el tiempo de la presencia del prepotente Etna, que exhalaba una que otra fumarola. Me resultó muy placentero atravesar pueblos tranquilos y milenarios como Agrigento, Catania, Caltanissetta, Enna, Ragusa, Siracusa y Trapani.
La comida siciliana es increíblemente simple, pero exquisita: sólo se requiere una base de tomates, berenjenas, albahacas y pastas, o alternar spaghuetti a la manzana, escalopes a la marsala y otras combinaciones mágicas. El vino típico de la isla, el Nero d'Avola, es indispensable para acompañar estos platos.
Luego, volé a París y me tomé un tren hasta Dijon y allí alquilé un auto para recorrer las rutas vitivinícolas. A este circuito un turista apurado lo puede hacer en un día, pero se recomienda un fin de semana largo para recorrer los 50 kilómetros aproximadamente que conforman el camino bodeguero pedaleando una bicicleta e ir parando en los distintos chateau convertidos en hospedajes.
Pero el verdadero motivo de visitar T había sido desde un principio ir a comer a un restaurante tres estrellas Michelin: el de Paul Bocuse, el creador de la nouvelle cuisine, el L'Auberge du Pont de Collonges. Una reserva allí fue lo único que anticipé con extrema precaución, por obvias razones.
Para todo lo demás, voy transitando sobre la marcha, busco por Internet, esquivo complicarme con un itinerario pre establecido.
Esto fue toda una experiencia. Fue un flash, algo difícil de transmitir con palabras. Yo fui al mediodía. Te reciben tres recepcionistas. Me hicieron pasar al comedor ocupado sólo con cinco mesas.
Entre otros había un señor sentado: era el mismísimo Paul Bocuse, una indiscutida celebridad, elegido como uno de los mejores chefs del planeta, una leyenda viviente. Él me saluda con un apretón de manos y se marcha para la cocina. Yo estupefacto. Incrédulo.
Me traen la carta del vino y me ofrecen tres de los menúes del día, distintas opciones de comida tradicional francesa creada por Bocuse. La calidad es excepcional. El servicio de mozos, por ejemplo, duplica el número de mesas y en la cocina, que se podía observar a simple vista, habían al menos ocho cocineros preparando mi pedido.
Lo que este restaurante tiene de particular en relación a otros es que tiene un servicio llamado "a la rusa", que consiste en que un mozo te va sirviendo los platos directamente de distintos carros que te van trayendo a lo largo del almuerzo.
En la secuencia de los quesos, aparecieron tres carros, con docenas y docenas de sabores y texturas de quesos de lo que se les ocurra. Literalmente te rodean la mesa con más de 40 variedades. Luego otros cuatro carros sobrecargados de postres. Entre ellos probé el helado más delicioso de toda mi vida, de sabor frutilla, con la sedocidad del helado pero sin ser cremoso.
En esa época pagué este menú, que no era el más caro, ni el más barato, a 180 euros, que te suma otros 100 si está acompañado de un vino a la altura de las circunstancias, como el Chardonnay con el que me comí ese platillo clásico. Inolvidable.
Pero viajero: más allá de esta experiencia Premium, debo decir que, en general, en Francia se come siempre bien. Estés donde estés. La mostaza, el pan, el vino, el queso, hasta el más popular, es de alta calidad.