“Si no estás pagando por algo, entonces sos el producto que se vende”, aseguraba en 2013 el documental “La revolución virtual”, de la BBC, que avisaba lo que varios sospechaban pero pocos podían calibrar. Entre otras cosas, advertía que nuestros datos están a la venta y que compartir vivencias, gustos y hasta tests de personalidad es lisa y llanamente entregar información valiosísima.
Pero cuando saltó el mal llamado "escándalo Facebook" muchos de declararon anonadados. ¿De qué? ¿Para qué creemos que nos dan plataformas gratuitas en las que podemos poner dónde viajamos, qué compramos, qué inclinaciones políticas tenemos, a quién amamos, qué nivel adquisitivo manejamos y hasta qué comemos y con quién nos juntamos? ¿Nos dan estas herramientas por bondad y amor a la humanidad?
Pensar esto es tan ingenuo como creer que lo que guardamos en un smartphone, una netbook o una tablet queda en privado. Lo que entra al mundo digital es del mundo entero. Hace años las estrellas se quejan por el "hackeo""de fotos íntimas. ¿Fotos íntimas? ¿Con un dispositivo que está conectado a Google y geolocalizado? ¿A quién se le puede ocurrir que eso es privacidad?
La semana pasada, la aplicación de citas gay Grindr quedó envuelta en otra polémica por compartir con empresas externas que se dedican a optimizar aplicaciones qué usuarios tenían HIV. ¿Cómo sabía Grindr qué usuarios eran HIV positivo? Porque los mismos usuarios, al registrarse, tuvieron que contar ese detalle. ¿ Lo pusieron pensando que eso quedaba sellado, como en una caja de seguridad bancaria? ¿Tan poco educados en la cuestión redes sociales somos como para creer que lo que le contamos a una app queda bajo siete llaves?
Grindr, como otras aplicaciones, solicita además ubicación GPS, número del teléfono móvil, género, edad, “tribu” (subcultura), interés del usuario (amistad o relación) y correo electrónico.
Entonces, ¿cuál es el escándalo? Si una persona le cuenta a Facebook o a Instagram que estuvo de viaje, que conoció tal lugar, que compró tal cosa, que está con tales amigos, que es fan de un cantante, marca, serie o actriz, se lo está contando a toda la marea de big data a disposición de todo el mundo, es decir, de cualquiera que tenga dos dedos de frente y sepa sacar jugo de esa información.
Si le respondemos un test a Facebook para saber si fuimos Cleopatra, Marco Polo o si nos parecemos a una celebritie básicamente estamos llenando un formulario para que consultoras y empresas lo usen a gusto y placer.
Si mandamos cadenas de WhatsApp insultando a tal o cual político, o pertenecemos a grupos o mandamos memes, estamos entregando nuestra vida personal. Después, ¡oh sorpresa! Aparecen publicidades acordes a nuestros gustos. Estuvimos hablando de zapatos, nos saltan zapatos; chusmeamos electrodomésticos, nos atiborran de ofertas; quisimos saber cuánto cuesta un pasaje, nos llega una marea de viajes.
Escandalizarse es, como poco, necio. Aunque el fundador y director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, esté enfrentando al Congreso de EEUU y pidiendo disculpas, seguiremos siendo el producto en venta. Con más disimulo, tal vez. Con más advertencias. Pero seguiremos siendo el producto.
Como dicen las célebres series norteamericanas, “I'm sorry, but... it’s business”. Negocios son negocios y nada es gratuito en este mundo.