No es caprichoso alarmarse cuando el Festivalde Cine de Mar del Plata está en peligro y, a juzgar los hechos, lo está: bajó la cantidad de días (2 menos que en 2017 y 3 menos de lo anunciado en su lanzamiento); ya no habrá, casi, visitas internacionales; habrán menos películas, 277 que vienen de 71 países: un 10% menos que en 2017 y un 30% menos que en 2016. El motivo, claro, es el ajuste. Y como pasajes, estadías, screening free por los derechos de exhibición y otra infinidad de gastos están en dólares y euros, el presupuesto -que ronda los 70 millones- se volvió poco para sostener la robustez del acontecimiento.
Parece superfluo, en medio de la situación argentina, poner el énfasis en algo que luce “frívolo”: una fiesta internacional de cine. Pero, cuidado, que el glamour es solo la pátina; porque los motivos para sostener y cuidar este festival (las categorías no se ganan para siempre y se pierden si no se cumplen severos estándares) tiene varios fundamentos profundos. El primordial está en relación a la visión político-estratégica del Estado sobre la industria audiovisual nacional y sus oficios contextuales (la que más cantidad de puestos laborales, dinaminación de los sectores y consumo genera dentro de las industrias culturales). Este evento es un polo poderoso en América, abre los mercados y nos instala con peso y autoridad en las negociaciones internacionales; pues la categoría del festival garatiza la fluidez y el desarrollo de la industria en el país que lo cobija. Por eso que Francia, Alemania, entre más, se desvelan por encumbrar a sus festivales: nos es glam sino estrategia.
En la inauguración, el secretario de Cultura de la Nación, Pablo Avelluto, dijo que “el compromiso” del gobierno es “sostener el único festival internacional de clase A de Latinoamérica contra viento y marea”. Pue...: no se nota; o lo disimulan bien.
