Es lamentable decirlo, pero el Gobernador de Mendoza arrancó su gestión con serios errores políticos, como el intento de reformar la Ley 7.722, que regula la actividad minera, y un mal manejo en la aprobación del Presupuesto provincial. Dio el visto bueno a los súper poderes para el presidente de la Nación, que no fue otra cosa que un atropello al federalismo; priorizó, por sobre los aliados de Cambia Mendoza, acuerdos políticos con el Frente de Todos -que igual lo traicionó.
Para colmo, en medio de los festejos vendimiales y en época de cosecha -cuando se movilizan todos los factores de la producción y el turismo- irrumpió el Covid-19.
Su discurso en la apertura de las sesiones ordinarias de la Legislatura había generado una gran expectativa. La emergencia que impuso la pandemia a nivel local, nacional y planetario, lo justificaban. Se esperaba un impulso a la devastada economía. En cambio, bajo el argumento de bajar el gasto de la política, Rodolfo Suárez metió el Caballo de Troya de la unicameralidad y la supresión de las elecciones de medio término, que permitirían vislumbrar intenciones menos explícitas, como introducir la figura de la reelección, tentativa fallida que se viene arrastrando desde 1984. Que el gobernador haya manifestado que no la quiere para sí no garantiza que no la termine convalidando una Convención Constituyente.
No deben quedar dudas: lo que propuso Rodolfo Suárez, como la supresión de la Cámara de Senadores, implica más riesgos que ventajas.
La bicameralidad vigente es el sistema que permite la revisión de los proyectos de una Cámara por la otra. En Mendoza ha frenado intentos de empresarios que buscaban beneficiarse de bienes comunes y públicos, como el uso del suelo y del agua, la minería contaminante, el cuidado del medio ambiente o el nombramiento de miembros de la Suprema Corte inhabilitados.
La bicameralidad es enemiga de los proyectos de ley aprobados entre gallos y medianoche.
Gracias a ella, la Universidad Nacional de Cuyo pudo colocarse al frente del debate en el tratamiento de la Ley del uso del suelo y frenar el intento de intereses privados de trasladar los derechos de riego de un territorio de la Provincia a otro, pudiendo encima exigir que el Departamento General de Irrigación tuviera que ajustarse a esa decisión privada.
La bicameralidad permitió reafirmar las disposiciones constitucionales sobre quién detenta el poder del agua al abortar ese potencial engendro legislativo.
La tarea de los constitucionalistas es importante pero no alcanza. En el cenáculo de sus discusiones académicas ignoran las mañas y porosidad en la aprobación de las leyes, en las que juegan un papel importante los intereses económicos y los factores de poder.
El Congreso de la Nación, como las legislaturas, tiene vicios arraigados. Muchos constitucionalistas defienden la unicameralidad en las provincias pero ninguno de ellos ha comprobado las diferencias entre las teorías y las prácticas políticas. Recordemos la frase atribuida a Otto von Bismarck, Canciller del Imperio alemán: “Con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen”. Un freno a estos acuerdos encriptados lo constituye el doble control de la bicameralidad.
Otro ejemplo es la pacificación que se alcanzó en 2008 por la modificación que introdujo el Senado a la Resolución 125, que tenía la media sanción de Diputados y había generado un enorme malestar social por el largo conflicto que el gobierno mantenía con el campo a raíz del aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias.
En cuanto a la eliminación de los comicios de medio término, es una medida antidemocrática, que busca mayorías complacientes para el mandatario de turno, que debilita los controles y asfixia a terceras fuerzas. En provincias con unicameralidad y donde no existen las elecciones de medio término, como Santiago del Estero, el gobernador arma listas de levanta manos y se convierte en un dictador constitucional. Entiendo que no es ese modelo de brutal feudalismo al que deberíamos aspirar.
Es curioso que ahora no se hable de nepotismo y en cambio se proponga eliminar una Cámara sin sopesar al menos el costo de mantener a familiares de los políticos infiltrados en los tres poderes del Estado. Ni qué hablar del costo que significaría llamar a una Convención Constituyente.
Un caso a tener en cuenta es la provincia de Córdoba, que suprimió la bicameralidad y, en un año, había superado el gasto político que antes insumía el funcionamiento de las dos Cámaras.
La reducción del gasto político de la Legislatura se conseguiría hoy mismo transfiriendo cientos de empleados a otras áreas del Estado que requieren personal, como por ejemplo salud, minoridad y seguridad. Se eliminarían viáticos, pasajes, sueldos y subsidios sin necesidad de eliminar una Cámara del Legislativo provincial.
En otros tiempos, en Mendoza, las Cámaras se renovaban por terceras partes: los diputados, anualmente; y los senadores, cada dos años, porque duraban 6 años. El gobernador duraba tres años. Estos gobiernos hicieron de Mendoza un ejemplo en la Argentina.
La receta ya está inventada. Sin duda que una Constitución de más de cien años (con una reforma parcial importantísima en 1965) se puede revisar y consensuar los cambios necesarios, pero no como una fórmula salvadora de la crisis.
No hay tiempo que perder ni nuevos globos de ensayo que disparar.
El tiempo histórico y los desafíos de la hora reclaman a Suárez ocuparse creativamente de esta emergencia.