En las recientes elecciones presidenciales se pudo ver un fuerte afán de renovación, que se combinaba con hartazgo, descontento y esperanza.
Las expectativas eran muy altas: entre quienes votaron a Mauricio Macri se observaba una excitación desorbitada. Muchos pensaron que con la mera transmisión de mando el país cambiaría como por arte de magia, el clima se transformaría radicalmente. Ni siquiera haría falta tomar decisiones difíciles ni enfrentar situaciones conflictivas.
Los primeros meses mostraron las enormes dificultades que encontraría el nuevo gobierno: la grave situación económica y social; el saqueo, demolición, corrupción, desorden y distorsión del Estado y la administración pública; la vasta operación de engaño que el anterior gobierno desplegó para ocultar la realidad; los malos hábitos que el kirchnerismo generó en amplios sectores de la población; también las desmesuradas expectativas de quienes apoyaban al nuevo gobierno.
Hoy todo parece mucho más difícil, más lento, más trabajoso. También el impulso de una línea de acción cuya exigencia resulta impostergable y de demanda generalizada (excepto los simpatizantes del anterior gobierno y los radicalizados que impugnan al sistema en su conjunto): el combate contra la corrupción.
Advertida de esta aspiración casi unánime, la Justicia parece despertar de su letargo y romper con la casi total subordinación a la Razón de Estado kirchnerista: empieza a investigar y procesar a ex funcionarios, cargos electivos e individuos vinculados al poder.
Desde el Gobierno, esta incipiente reacción es observada con una mezcla de entusiasmo y cautela. Está en primer lugar el respeto al principio de independencia de los poderes. Pero además, las actuales circunstancias de la puja política indican que al sector identificado con el anterior gobierno le es funcional al actual para mantener dividida a la oposición.
Un procesamiento estilo mani pulite sacaría al kirchnerismo de la competencia y facilitaría la unificación de las fuerzas opositoras.
Existe aún una razón más trascendente, más oscura: no saber hasta dónde puede llegar este proceso si se lo promueve o, sin más, se lo deja avanzar libremente. Los límites de la corrupción no coinciden con los confines del kirchnerismo: se extienden más allá, poseen ramificaciones dentro del sector político del gobierno.
Durante la campaña existió una deliberada estrategia comunicativa por parte de su fuerza política y los medios de comunicación de presentar a Macri como un paladín de brillante armadura y caballo blanco, decidido a combatir sin cuartel a la corrupción.
El propio ejercicio del poder, su exposición pública como presidente, han ajustado dramáticamente esa percepción idealizada.
Tanto el origen de su patrimonio -en el que se combina la fortuna amasada por su padre en la olla podrida de la obra pública y los contratos con el Estado con la riqueza ganadera aristocrática de su madre- como su vinculación con actuales empresarios vinculados al Estado y su participación en sociedades offshore, arrojan legítimas dudas sobre la resolución de Macri de llegar hasta las últimas consecuencias. Su declaración de bienes no ha ayudado precisamente a despejar las sospechas.
La escala del latrocinio perpetrado durante la “década ganada” no tiene comparación con los indicios de irregularidades en la fortuna de Macri. Pero quizá sería suficiente como para que el Presidente postergara la lucha contra la corrupción y se centrara en otros temas de agenda política no menos importantes.
El problema no es solamente argentino. En Brasil, las causas abiertas por corrupción han precipitado la caída del gobierno de Dilma Rousseff (aun cuando la causa de su impeachment no constituya, estrictamente hablando, corrupción), pero los integrantes del gobierno provisional no son particularmente íntegros. No hay diferencias entre unos y otros en lo que respecta a venalidad: varios ya han sido procesados.
La pregunta es hasta dónde está dispuesto a ir el gobierno actual. Existen buenas razones para pensar que es un presidente de transición y que el que lo suceda, perteneciente a otra generación de dirigentes políticos, probablemente esté liberado de estos lastres de origen o de ejercicio. Pero es sabido que la corrupción es un sistema que se autorreproduce y tiende a la expansión.
Dicho de otro modo: ¿qué está dispuesto a sacrificar Macri por servir a la Patria? Usualmente se asume que la máxima entrega que se puede hacer a una causa es la propia vida. Quizá no sea así.
Hace tiempo, a los niños mendocinos nos contaban la historia de Pedro Vargas. En preparación de la campaña libertadora, el General San Martín necesitaba recabar información, tanto en Chile como en Mendoza. Una parte del patriciado cuyano mantenía simpatías por el rey y filtraba datos hacia el otro lado de la cordillera.
El General pidió a Vargas, hombre discreto y bien posicionado, hacerse pasar por realista con el objeto de informarle sobre las actividades del enemigo en Mendoza. Una encomienda peligrosa, porque significaba ser repudiado por los mendocinos patriotas, arriesgándose a sí mismo y a su propia familia.
Desde entonces, Vargas se mostró como un decidido defensor de la causa de España. Sólo él y el General conocían la misión: ni la esposa del espía fue advertida. Fue perseguido, encarcelado, engrillado, confinado en San Juan y San Luis.
Lo escarnecieron haciéndolo desfilar encadenado hasta la plaza mayor. Sufrió confiscaciones. Toda Mendoza estaba convencida de que Pedro Vargas era un traidor: cada castigo le ganaba prestigio entre los realistas.
Así, San Martín obtuvo información vital e intoxicó a los realistas de Chile con falsos reportes. La familia de Vargas padeció las consecuencias: fue denostada, marginada. Su mujer amenazó con dejarlo. Recién después de la victoria patriota en Chile se supo la verdad y tuvo una reparación solemne.
Vargas arriesgó su honor en abnegado servicio a la patria. Para su fortuna, fue finalmente reconocido. ¿Qué habría sucedido si San Martín hubiera muerto en campaña sin antes hacerle justicia?
Macri enfrenta un dilema similar: servir a la patria poniendo en riesgo su propia honra, exponiéndose a ser procesado por corrupción. Una sustancial contribución que podría hacer al país lo privaría de todo mérito. ¿Es razonable ya no exigirle sino esperar tal sacrificio?