“Seriemanía”, nuestro escape favorito - Por Patricia Slukich

Nuestra afición a las series ha pasado de ser un placer a una forma más de alejarnos de nosotros mismos. 

“Seriemanía”, nuestro escape favorito - Por Patricia Slukich
“Seriemanía”, nuestro escape favorito - Por Patricia Slukich

Oficina, 10 de la mañana. Dos compañeros o compañeras que charlan: -¿Viste “La casa de papel”?

-Sí, me liquidé la primera temporada en dos noches.

-Yo también, y “The crown” igual: me encantó, ¿la viste? Te digo que no sé si me banque lo que falta para el estreno de “Juego de Tronos”.

Arrancó ese día y la metralla de datos que nos atraviesa, mientras transitamos la tarea cotidiana, no da tregua: guerra en un país que quizás no conozcamos nunca, tiroteos en una escuela de otro que parece cercano pero queda a más de 10 mil kilómetros, asaltos en ese lugar que ni sabemos puntuar en el mapa, que la corrupción, que la inflación, que el desempleo, que las tarifas, que el colegio del nene, que esta noche hay juntada y tengo que cocinar pero antes ir a..., que este trámite, que el otro... Stop. Llega la noche.

Punto muerto. Para “despejarnos” del tsunami informativo -redes incluidas y principalmente- nos refugiamos en la ficción; en ese universo en el que, aun cuando se parezca al nuestro, “no tenemos ninguna otra responsabilidad más que mirar”.

Ya vimos en el muro de los amigos que tal o cual serie es imperdible. Vamos, entonces. Le damos play al primer capítulo de una horita. “Son las 11... a la medianoche apago”, nos decimos. Termina y, queremos saber más. No hay sueño. Vamos con otro, y otro, y otro.

Dormimos mal, y nos anestesiamos mal, para buscar un respiro. Así estamos. Frenéticos, en hipnosis automática (¿autohipnosis?), con los ojos pegados a las pantallas hasta que nos salen legañas.

Una de las tantas teorías de la comunicación apunta que para que una información nos llegue, es necesario que nuestro “organismo” pueda asimilarla. Y con la palabra “organismo” se refiere a la posibilidad que tenemos de comprender, captar, internalizar, una información.

Si ese dato no puede llegar a nosotros (no lo podemos “tomar” con nuestra percepción, nuestra emoción y nuestra razón) se convierte en “ruido”. En viejo criollo: “nos entra por una oreja y nos sale por la otra”.

Además, esta teoría plantea que la sobreinformación (las cantidades copiosas de datos) provocan desinformación. O sea: “mucho se vuelve nada”.

En estos asuntos navegamos cada día los que habitamos las ciudades contemporáneas, repletas de redes, señales, ondas y dispositivos destinados a conectarnos: entre nosotros y con el mundo. Absorbemos mucho que se convierte en nada, solo una angustia amenazante queda latiendo.

Y parecen ser tantos, pero tantos, esos puentes de conexión de doble vía (entre humanos y de éstos con su cada vez más gigante entorno global) que nuestro organismo no tolera, no asume, no puede, no capta, se satura.

Entonces, este mecanismo sorprendente que es la psiquis busca un punto de fuga a la asfixia. Pero el caso es que ese “paréntesis” es, una vez más, información: series en red, series recomendadas por redes, series convertidas en marketing. Datos.

Estamos enfermos, intoxicados de comunicación. Y aquello que parece un descanso por puro placer termina convirtiéndose en una compulsión antropófaga que nos deglute hasta dejarnos vacíos.

¿Acaso podemos notar las diferencias de calidad, las sutilezas del gusto personal, los puntos climáticos de un relato, en el fárrago de capítulos y argumentos que consumimos por minuto?

Más allá de la excitación que nos imponen esos guiones con puntos suspensivos hasta el próximo play, ¿qué hay del placer? ¿Y de la emoción que provoca la belleza o la repulsión?; esa que nos impulsa a mirarnos, a mirar el mundo, a mirar al otro. ¿Qué hay de la conmoción?, que tiene el poder de permitirnos repactar internamente colocar los puntos sobre otras íes que nos sean más favorables.

No hay placer, no hay pausas necesarias para dejar entrar a la incerteza que es la vida, no hay margen para el encuentro después de las pantallas.

No; mientras busquemos hundirnos en ellas hasta desaparecer.

Fuera de sí, dentro de la nube del streaming. El resultado es el mismo: alienación. Da igual que sea ocupación u ocio. El asunto es cómo decimos fungirlo.

Hay una serie extraordinaria que se llama “Westworld”. Allí, en un universo distópico, los humanos y los robots se interceptan para plantear la vieja tesis: ¿quién es el humano? Así, alienados, ¿somos ellos o nosotros?

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